domingo, 21 de junio de 2015

Patricio Valdés Marín




Aunque, seguramente, la intención de Jesús no fue instituir directamente una religión, ni menos fundar una Iglesia, ambas fueron estructuradas históricamente a partir de una mezcla generada en parte por su mensaje de amor y salvación y su mandato de transmitirlo, en parte por la necesidad de socializar la experiencia religiosa y en parte por el prurito humano de controlar el comportamiento de los demás. En este último aspecto los seres humanos persiguen posi­ciones de poder social y riqueza, y cuando las obtienen, buscan definir a Dios, el ser humano y la naturaleza en términos de finalidad, preci­samente para poder regular las conductas de los otros y someter­los, todo ello tras una fachada de bondad y buenas intenciones, además de sacralidad. Ciertamente, si aparece la rebeldía, de inmediato se desempolvan cánones, se legislan leyes, se establecen tribunales, se dictan condenas, se redactan excomuniones, se convocan las cruzadas, se encienden hogueras y aparecen los demás elementos de toda estructura represora e intolerante.

El cristianismo se forjó en los primeros cinco siglos de su existencia. La historiografía nos enseña corrientemente que el cristianismo amalgamó la tradición judaica con la tradición helénica. Podemos pensar más bien que el cristianismo reúne en sí al menos tres tradiciones muy distintas: 1) la filosofía platónica referente al dualismo griego y el estoicismo como su expresión ética; 2) el Pentateuco como sustento de un universo distinto de Dios y puesto al servicio del ser humano y un Dios justiciero quien, después de la caída de Adán y Eva, elige un pueblo para reinar sobre los otros pueblos a cambio de su fidelidad, y 3) las enseñanzas de Jesús acerca del reino de un Dios padre y misericordioso, la caridad y la justicia en tanto es una doctrina que no sólo puede sostenerse por sí misma, sino que es además completamente revolucionaria.

En esa época, los Padres de la Iglesia incorporaron doctrinas y creencias no sólo ajenas a la tradición judaica, sino a las enseñanzas de Jesús. El estoicismo que permeaba el mundo grecolatino se encarnó con fuerza en las prácticas diarias del cristiano. El estoicismo traía de la mano la filosofía platónica y su dualismo ético y metafísico. Desde entonces el evangelio se ha entrelazado tan íntimamente con esta filosofía que es difícil separar la enseñanza de Jesús de la de Platón. El pensamiento de Platón, basado en la búsqueda de la perfección, tan opuesto al de Jesús, fundado en la misericordia, ha marcado la cultura occidental. Es posible apreciar una línea continua que comunica a Platón con Hitler y que pasa por san Pablo, san Agustín y Lutero. De la perfección de la Idea y la virtud y la imperfección del pecado, se llegó a la perfección de la raza aria y la imperfección de la raza semita. También la Iglesia cristiana ha estado predicando más las enseñanzas de Platón que las de Jesús, en especial con el fundamento de la frase atribuida a Jesús, “sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48), y ha identificado santidad con perfección. Sin embargo, la palabra griega teleioi por “sed perfectos” es una mala traducción de la palabra aramea que significa más bien crecido, maduro, completo. El verdadero dicho de Jesús es más bien el expresado por “sed compasivos, como vuestro Padre celestial es compasivo” (Lc 6,36). En consecuencia, santidad debe ser definida como misericordia y caridad.

El neoplatónico y maniqueo san Agustín de Hipona, tras una mala traducción de un confuso pasaje en la Epístola a los romanos de san Pablo, “por un hombre entró el pecado en el mundo...,” introdujo la idea del Pecado Original y de la caída de la humanidad por la primera pareja mítica de seres humanos, y de la necesidad de la redención de Cristo en la cruz. Una caída original, que abarca al universo, requería una redención universal y absoluta, y nada mejor para ello que el sacrificio del mismo Hijo de Dios en la cruz. La triste, pecaminosa y negativa visión del universo salida de la mente de san Agustín se encarnó profundamente en las enseñanzas de la Iglesia romana. El sacramento del bautismo pasó a ser el sacramento indispensable para limpiar la mancha del Pecado Original. La penitencia se constituyó en el sacramento que borraba los pecados personales. El clero adquirió la potestad divina para impartir estos sacramentos y se constituyó así en un poder político y social que competía con el poder real.

El mismo imperio que el Mesías debía destruir, el cristianis­mo lo transformó en la base del grandioso esquema de la Cristian­dad. Sin duda, la transformación de un cristianismo de mártires –que se hacían crucificar, quemar y comer por leones hambrientos por no renegar de su adhesión a su Dios– en un cristianismo imperial que dictaba la política de todo el mundo conocido debió haber constituido una profunda y trascendental revolución religiosa. El concilio de Nicea, en 325, convocado por el emperador Constantino, proclamó la divinidad de Jesús. En esa época la cena del pan y el vino se transformó en sacrificio divino y aparecieron los sacerdotes que la oficiaban. Surgieron los sacramentos, que eran impartidos por los sacerdotes, como medios necesarios de llevar la gracia divina a los fieles. El papado emergió como la suprema autoridad de la Iglesia y con pretensiones de constituirse en la suprema autoridad de la humanidad. Aparecieron los templos sagrados para que los cristianos glorificaran a la Trinidad, la autoridad eclesiástica enseñara la verdad revelada y todos comulgaran comiendo supuestamente el cuerpo y bebiendo la sangre de Cristo Redentor en las formas transubstancionadas de pan y vino.

Después de Constantino, dentro del ámbito cultural de Occi­dente, el cristianismo fue consolidando, en la tradición del Imperio Romano y bajo la ideología agustina, una ciudad de Dios en lugar de un Reino de Dios. Por entonces, el cristianismo se había transformado en una gran estructura de poder que fue some­tiendo las diversas comunidades y las fue absorbiendo dentro de un imponente sistema de salvación llamado Cristiandad.

Pero el cristianismo no sólo se estructuró a partir del cuerpo doctrinal ya expuesto, también incorporó la religión de los pueblos que se convirtieron, es decir, aquéllos que el Impe­rio Romano incluyó, en gran parte de origen indoeuropeo. De manera natural, muchas de las ancestrales creencias paganas lle­garon a ser incorporadas a la nueva religión. Estaban tan arrai­gadas que formaban parte de la vida cotidiana. También de manera natural, fueron transformadas por el nuevo influjo. De este modo, los panteones de dioses (y sus poderes locales y relativos) de los distintos pueblos indoeuropeos devinieron prontamente en la corte celestial de ángeles, mártires, vírgenes y confesores (y sus intercesiones). La ancestral idea de sacrificio se hizo central, compartiendo el sitial con las ideas evangélicas de gracia y eucaristía, produciendo un juego dialéctico y generando la noción de la economía de la salvación.

Esta heterogénea estructura ideológica y doctrinal recibió numerosos aportes de las culturas comprendidas por el Imperio Romano. Así, la filosofía griega, a través del neoplatonismo, le aportó la idea de la dualidad cuerpo-alma, en la que el cuerpo está sujeto a las pasiones y los vicios que impide que el alma pueda acceder a la luz y las virtudes mientras ésta no someta a aquél. El gnosticismo le infiltró la idea de que lo terrenal y el mundo físico son malos y corruptos. La cosmogonía tradicional del Medio Oriente le introdu­jo la noción de los Cielos y los Infiernos, con lo que ella cobró un renovado vigor. El dualismo maniqueo proporcionó la figura de Lucifer como titular de los demonios de los Infiernos. De este modo, si un ser humano consiste, según la creencia griega, en cuerpo corrompible y alma subsistente, a su muerte su alma tiene que necesariamente dirigirse hacia uno de los dos posibles lugares (Cielo o Infierno) de la cosmogonía del Medio Oriente, tras un juicio divino que determina su grado de pecado según lo gnósticamente terrenal que haya sido su existencia en vida.

En tanto institución única de un Mesías reivindicador y cumpliendo la voluntad de un Dios justiciero, fue natural que la Iglesia anatematizara y condenara con las peores sanciones por herejía y persiguiera hasta la destrucción a arrianos, nestoria­nos, docetistas y gnósticos, en sus primeros siglos de existen­cia, y agregara a su lista un sinnúmero de otras corrientes de pensamiento contrarias a la suya. Según ella, Dios había enviado a su hijo unigénito para redimir a los seres humanos del Pecado Original. La muerte de Cristo, el ungido paulino por Dios, en la cruz fue un sacrificio apropiado para tal propósito. Los efectos del sacrifi­cio eran válidos sólo mediatizados por la Iglesia, dentro de su comunión y bajo su autoridad.

Si tomamos en cuenta que las ideas que imponen los grupos de poder son las que terminan por ser aceptadas, y que las ideas de las minorías son combatidas por heréticas, las religiones oficia­les son aquellas que van conteniendo las ideas de los grupos culturales más poderosos y hegemónicos. Por ejemplo, en los primeros siglos de la era cristiana el cristianismo grecolatino prevaleció sobre el cristianismo sirio-egipcio en sucesivas polémicas respecto a la naturaleza de Cristo. No podía ser de otra manera, ya que el poder político estaba en manos del Imperio, cuyas sedes estaban ubicadas en Roma y Constantinopla. Un grupo abigarrado de doctrinas sobre la naturaleza de Jesús, que surgieron a consecuencia de la principal polémica del momento que fue acerca de la idea de Jesucristo, terminó por ser condenada por el sistema de poder.

El docetismo, que al creer que la carne es pecaminosa, suponía que Cristo parecía ser hombre, pero que en realidad no se había encarnado. El arrianismo sostenía que el Hijo, en tanto Verbo, no puede tener la misma naturaleza del Padre porque había tenido un princi­pio. El monofisismo mantenía que si el Padre y el Hijo tienen una naturaleza únicamente divina, la naturaleza humana de Cristo no es más que apariencia. El nestorianismo sustentaba que Cristo tenía dos naturalezas: una humana, la otra divina, ambas no consustanciales. Sólo el trinitarismo predicado por san Gregorio Nacianceno perduró. Las restantes doctrinas teológicas en competencia fueron atacadas violentamente por la ortodoxia, centrada principal­mente en Grecia, principiando en el Concilio de Nicea , en el año 325, donde se había afirmado que las relaciones entre el Padre y el Hijo son consustanciales (homoöusion), y terminando en el Concilio de Calcedonia, en 451, que definió que Jesucristo es una persona con dos naturalezas, una divina y otra humana, distintas pero consustancialmente unidas, y sin explicar qué se entiende por naturaleza divina ni cómo es posible tal unión. Así las cosas, la polémica sobre la naturaleza de Jesús está teóricamente abierta, a pesar de los intentos de la Iglesia por imponer la tesis del trinitarismo.

Estas aparentemente abstrusas posturas teológicas dividieron la cristiandad, no tanto en torno al significado de ellas, que muy pocos entendían verdaderamente, sino por los intentos hegemónicos de los distintos grupos de poder. Tras el esfuerzo por imponer una idéntica visión de Cristo a todos, se encontraba la hegemonía grecolatina. Sin duda, si el arrianismo o el nestorianismo hubieran prevalecido, lo más signi­ficativo hubiera sido no tanto que la teología habría sido dis­tinta, sino que la cultura grecolatina habría mostrado su inca­pacidad para imponerse frente a sus competidoras.

Esto nos lleva o otra cuestión: el concepto de cristiano que prevaleció es probablemente muy distinto del que hubiera existido de haber vencidos los pueblos identificados con la cultura copta, la pérsica, la mogólica o la germánica. De hecho, la lucha de más de siete siglos que se sostuvo en la península ibérica comenzó entre hispanos trinitarios y visigodos arrianos. Éstos tenían mayor afinidad con el Islam en cuanto al monoteísmo, por lo que la lucha derivó más tarde entre islámicos y católicos. Así, pues, es posible llegar a la conclusión de que la religión es un elemento cultural funcional en cualquier lucha por el estable­cimiento de hegemonías y grupos de poder.

En resumen, el camino histórico que tomó el cristianismo resultó tan impredecible y aleatorio como cualquier otro evento de la historia. Sin embargo, en este caso el curso resultó en una perfecta contradicción. Al transformarse en una importante fuerza sociológica el cristianismo fue requerido por el Imperio como un nuevo aglutinante de su necesidad por dominar hegemónicamente. La natural diversidad de aquél fue unificada por el centralismo imperial. El punto de inflexión fue el Concilio de Nicea, cuando por un polémico y hasta intrascendental asunto acerca de la naturaleza divina de Cristo, el emperador Constantino forzó la decisión en la doctrina del trinitarismo. Con el tiempo la necesidad de preservar la unidad doctrinaria a partir de principios tan discutibles y su forzada aceptación por los fieles generó el poder autoritario del papa y su calidad de infalible. La intolerancia de una iglesia devenida en imperial no sólo ocasionó todo tipo de guerras y conflictos, sino que obscureció lo fundamental del evangelio de Jesús: su llamado al amor fraterno y a la libertad personal.

Existe una diferencia entre persona y personaje. Una persona puede definirse como un ser humano histórico que tiene o tuvo una existencia real y concreta, en tanto que un personaje es una representación imaginaria e idealizada de una persona que un grupo llega a construir. De este modo, la muy humana persona de Jesús dio paso al fantástico personaje que fue siendo sucesivamente exalta­do por sus seguidores: desde el Maestro, pasando por el Mesías, el Ungido (Cristo), el Unigénito, hasta llegar a ser identi­ficado con la Tercera persona de la Trinidad y el mismo Dios. El proceso, que había comenzado en Galilea y Judea, tuvo dos condicionantes particulares: primero, la incorporación de gentiles al movimiento de Jesús y el término de la hegemonía judía en la naciente Iglesia, y segundo, la guerra Romano judía que culminó con la destrucción de Jerusalén, en el año 70.

Se puede decir que Jesús llegó a ser el personaje más incomprendido y tergiversado de la historia. Entre la humilde vida de Jesús en Galilea y la magnificencia y poder de la Iglesia cristiana existió un proceso que duró unos cuatrocientos años. Este se caracterizó por la mitificación de Jesús entre sus seguidores según las creencias y los intereses mantenidos por distintos grupos de poder. Quienes adquirieron supremacía en esta estructuración determinaron su sentido y definieron los significados. En los primeros cuatro siglos de este proceso debe distinguirse entre la persona de Jesús, en tanto ser histórico, y el personaje que sus dirigentes fueron creando acerca de lo que él fue. En dicho lapso de tiempo los escritos que terminaron por integrar el Canon del Nuevo Testamento fueron tomando forma y fueron seleccionados principalmente con el criterio de que hubiesen sido obra, supuesta o no, de los apóstoles o de sus discípulos inmediatos en consideración a haber sido testigos directos de los hechos relatados. El Canon Bíblico llegó a ser instituido por el Concilio de Roma, en el año 382, bajo el pontificado de Dámaso I.

Aunque el evangelio se sostiene por sí mismo, sin necesidad de ser sustentado por alguna religión, forma una parte relativamente importante del cristianismo. Esta religión ligó artificiosamente este mensaje transcendente y misterioso con la filosofía griega, y en particular con la filosofía de Platón (1er personaje analizado). El cristianismo es la religión que se originó del pensamiento teológico de san Pablo (2º personaje analizado) y de su eficaz actividad misionera. Aunque muchos han descubierto el evangelio en la maraña doctrinal y ritual de esta religión y seguido las enseñanzas de Jesús llevando una vida de santidad, el cristianismo ha sido más bien un vehículo tortuoso y enrevesado para la propagación del mensaje del maestro. Así, después de Pablo el cristianismo continuó siendo elaborado por los Padres de la Iglesia principalmente de acuerdo con una línea dualista, ascética y sacramental hasta conformar una unidad de dogma, rito y norma. Lo primero que llama la atención sobre los Padres de la Iglesia es que no fueron judíos, sino que gentiles, todos varones, todos habitantes dentro de los confines del Imperio romano y todos formados en las enseñanzas de la filosofía griega. La raíz cultural hebrea se había perdido por completo, exceptuado una minoría desvinculada e intrascendental que aún vivía en la remota Judea.

El nombre de “cristianos” apareció en Antioquía para designar a los conversos por Bernabé, compañero de Pablo. Entre los cristianos-gentiles de los primeros siglos una estructura de poder eclesiástico o religioso, basado en obispos, se estableció muy pronto tras la labor misionera de Pablo. La política estuvo presente en cuestiones dogmáticas. Se buscaba la unidad doctrinal en una época de definiciones conceptuales que ligaba el ámbito especulativo con el ámbito transcendente alrededor de la persona de Jesús. Los temas que dividieron a los primeros cristianos fueron principalmente dos: la Trinidad y la naturaleza de Jesucristo. El debate en torno a la Trinidad tuvo su inicio con Tertuliano (3er personaje analizado) y se definió en el Concilio de Nicea (325) a instancias del emperador Constantino (4º personaje analizado). No es que estos temas fueran tan relevantes para la salvación personal de los fieles, pues no aportaban nada a las enseñanzas de Jesús. Tampoco las verdades intrínsecas de estos temas fueron tan relevantes, considerando las débiles razones teológicas y filosóficas de las vehementes argumentaciones. Siempre que fueran consideradas ortodoxas en los concilios y sínodos, por medio de distintas posturas teológicas las diversas facciones en pugna buscaban su propia supremacía en el poder eclesiástico. Quienes figuran como Padres de la Iglesia fueron los vencedores. El resto, los herejes, fueron anatematizados, perseguidos, condenados y aniquilados. Desde un punto de vista más benévolo, se trató más bien de digerir el mensaje de Jesús sobre un Dios paternal y una vida eterna en su reino y de amor y paz, y también la cosmovisión de la cultura judaica, tan extraña como religiosa. Estas ideas fueron sometidas al escrutinio racional de letrados según los parámetros de una cultura sofisticada, dualista y metafísica con el objeto de comprender la sobrenatural epifanía de Jesús que Pablo había propagado de acuerdo a su propio entendimiento.

Ya consolidado el cristianismo como la religión oficial del Imperio romano, en el año 390, aún restaba por darle forma y coherencia a la mezcolanza de Sagradas Escrituras, teología paulina y el reciente y excluyente dogma niceno. Esta titánica labor la efectuó san Agustín de Hipona (5º personaje analizado) supeditado a la filosofía de Platón. La síntesis obtenida consolidó un nuevo paradigma, tuvo inmediata aceptación, en especial en la Iglesia latina, y trascendió el tiempo hasta nuestros días, ayudada por ingentes esfuerzos apologéticos. También conformó la nueva era que vino después de la caída del Imperio romano, que fue la Edad media.


Platón


La filosofía griega, en particular el pensamiento de Platón, sirvió de fundamento al medio cultural del mundo helenístico tardío, el del Imperio romano. Este pensamiento forjó el cristianismo en sus primeros siglos de desarrollo, o más bien, el cristianismo creció en toda la extensión y en todos los estratos del Imperio romano gracias a que sus dirigentes habían sido educados en dicho pensamiento.

Vida

Platón (428-347 ó 348 a. de C.) fue un filósofo ateniense y amigo personal de Pericles. Fue discípulo de Crátilo, un seguidor de Heráclito, que se planteaba el problema del cambio y la eternidad. Tuvo influencias pitagóricas que pesarían más tarde en su ética y antropología. Fue amigo y discípulo de Sócrates, de quien tomaría su convencimiento de que la verdad existe y es cognoscible, y que el conocimiento del bien a través de la educación es la clave para lograr una sociedad justa. Tras su formación filosófica, intentó llevar a la práctica su utopía del Filósofo-Rey. Estando convencido de que era imposible ponerla en práctica en Atenas, lo intentó en Siracusa bajo el reinado de Dion el viejo y de su hijo Dion el joven. En uno de estos viajes la enemistad del rey le acarreó ser vendido como esclavo, pero uno de sus amigos le reconoció y pagó su rescate. Más tarde, con este dinero, del que su amigo no aceptó la devolución, Platón costeó los gastos de la fundación de la Academia, cerca de 388 a. de C., la que sería la primera institución educativa de la civilización occidental. Su filosofía fue ampliamente difundida en el mundo helenístico y después en el Imperio romano. La mayoría de los Padres de la Iglesia habían sido instruidos en la filosofía de Platón. La cultura helénica misma (y a través de ésta, también la cultura occidental) estaba permeada por el idealismo epistemológico y el dualismo espíritu-materia de esta filosofía.

Filosofía

Fueron múltiples los temas filosóficos que ocuparon a Platón. Dos de éstos fueron decisivos en la formación del pensamiento cristiano: su epistemología (qué conocemos) idealista y su teoría del conocimiento (cómo conocemos) dualista.

1. La epistemología de Platón.

El punto de partida que llevó a Platón a formular su teoría de las Ideas fueron los Pensadores jonios que desde la observación de la naturaleza intentaban alcanzar un conocimiento racional de la realidad, y también la antinomia que resultó de las ideas de Heráclito de Éfeso (c. 535 a. C. – 484 a. C.) y Parménides de Elea (Entre 530 y 515 a. C. – después de 445 a. C.). El primero veía en la realidad que todo es devenir y cambio, en cambio el segundo veía que todo es uno eterno e inmutable. Además, Platón constataba que en el mundo sensible no se encuentra lo perfecto que veía en la ética y las matemáticas, como la justicia perfecta, la virtud perfecta, el triángulo perfecto. Supuso que estas cualidades perfectas tenían que existir en algún lugar.

La solución de Platón fue conciliar el pensamiento contrapuesto de Heráclito y Parménides y rechazar todo conocimiento adquirido por los sentidos mediante la separación del mundo en dos realidades separadas. Una de ellas es el mundo sensible o visible que tiene los caracteres del devenir de Heráclito. Por tanto es múltiple y mutable. Pero supuso que el tipo de conocimiento que nos aporta es meramente de opinión, pues el conocimiento de lo que cambia no es episteme o ciencia, sino que es sólo apariencia (doxa). En su diálogo Teetetos muestra que el conocimiento no puede provenir de los sentidos ni de las cosas sensibles, pues dichas cosas conducirían al relativismo y del relativismo al absurdo. El otro mundo es el de de las Ideas y tiene las características del ser de Parménides, siendo uno y eterno (inmóvil), y el conocimiento que nos aporta es auténtica ciencia (episteme).

Platón introdujo la radical dualidad entre el mundo de las Ideas y el mundo de las sensaciones. Existe para él el mundo de los universales o las Ideas, donde se encuentra el caballo perfecto, el círculo perfecto, la bondad perfecta, y el mundo de las entidades imperfectas, que es el que experimentamos. Platón estaba introduciendo por primera vez en la filosofía el problema de los universales cuando supuso que el concepto de algo es un universal. El mundo consistiría en universales e individuos. Éstos ejemplifican a aquéllos. Existen sillas, gatos, azules individuales, y también, universales ser silla, ser gato, ser azulado. La relación entre universales e individuos es como un original y una copia o imitación. Esta relación no debe ser confundida con la relación de género a especie, que es una relación de un universal a otro de menor jerarquía. Mientras el concepto está en la mente, el universal existe en el mundo de las Ideas donde tiene sustento propio, autónomo e ideal. También los individuos que ejemplifican a los universales existen, pero en el mundo sensible.

El meollo de la filosofía de Platón es el de las Ideas (logos) y su realidad, y el objetivo de su teoría de las Ideas es demostrar que la verdad existe, y que tiene contenido objetivo y existencia real. Platón piensa que las Ideas son esencias trascendentes e inmutables. Las Ideas adquieren carácter ontológico. Ellas son reales y son la verdadera realidad. Las Ideas son el ser y son subsistentes, existen por sí mismas, no sólo en la mente humana. Que las Ideas sean trascendentes quiere decir que son realidades separadas; que las Ideas sean inmutables quiere decir que son realidades eternas, perfectas e imperecederas. Platón había encontrado que las Ideas inmutables, subsistentes y reales, purgadas de inconsistencia e incertidumbre, no son entes de la razón humana, sino que son la verdadera realidad. Había relegando a la mera apariencia el mundo sensible de lo mutable y lo múltiple, el que captamos por los sentidos y no por la razón. Mientras que el mundo sensible es sólo apariencia, su nivel de realidad es inferior al del mundo de las Ideas.

Las Ideas se conocen mediante la parte más excelente del alma, que es la racional, para lo cual tenemos que recurrir al método dialéctico y a la anamnesis o reminiscencia. No adquirimos las Ideas por la razón, ni son el resultado de pensamientos o reflexiones. Platón dice que el alma ya tenía esos conocimientos desde siempre, por haberlas contemplado en períodos anteriores a nuestra existencia, puesto que el alma preexistió, junto a los dioses, en el Olimpo. Como el alma está encerrada en un cuerpo material y en contacto con realidades materiales espaciotemporales, sólo puede tener recuerdos de las Ideas que en su momento contempló directamente. A estos recuerdos le llama Platón “anamnesis”. Son, por tanto, conocimientos a priori, anteriores a cualquier tipo de experiencia o impresión sensible. Cuando vemos objetos concretos (árboles, casas, libros...) esos objetos nos evocan la idea correspondiente que conocimos en la eternidad. Ni siquiera estas Ideas se adquieren por el estudio o la reflexión.

Podrá discutirse la afirmación que ninguna cosa resulta ser tan perfecta como la idea de la misma. Sin embargo, lo impropio fue que Platón diera el siguiente paso, el que fue ilógico e irreal. Platón escinde la realidad para poder explicarla: el mundo sensible o visible y el mundo de las Ideas. Esta división conlleva el menosprecio del mundo sensible y del conocimiento de los sentidos, ya que para él ninguna cosa de la realidad resulta ser tan real como la idea de la cosa; la idea existe más allá de la razón y la cosa fue disminuida a ser una mera apariencia de la idea. Platón estaba terriblemente equivocado en desconfiar de la experiencia sensible como única manera que tenemos para conocer la realidad y poner su mirada en las Ideas perfectas. Simplemente no poseemos ideas innatas (para una epistemología realista, ver mi Libro V – El pensamiento humano. http://unihum5.blogspot.com). No debe sorprendernos, por tanto, que los teólogos de los primeros siglos del cristianismo, que eran seguidores de Platón, pudieran tan confiadamente hacer tantas afirmaciones sobre el mismo misterio que es Dios, que pudieran tener argumentos para rebatir a sus adversarios que hacían lo mismo y que, peor aún, pudieran anatematizarlos, perseguirlos, castigarlos y hasta matarlos con la intolerancia más sublime.

2. La teoría del conocimiento de Platón.

La superioridad del mundo de las ideas sobre el de las cosas se traduce en el contexto antropológico en una prioridad absoluta del alma sobre el cuerpo. Alma y cuerpo forman una unidad accidental, precaria, en un sentido parecido a como afirmamos que un jinete está unido a su caballo. El cuerpo es la cárcel del alma, algo así como el caparazón que lleva dentro a la ostra. Supone un lastre negativo para el alma, pues le crea necesidades, enfermedades, deseos, temores, pasiones y sensaciones que le obstaculizan la búsqueda de la verdad. Es un estorbo del que el alma tiene que liberarse poco a poco, del que tiene que purificarse para poder ascender a la contemplación de las Ideas. El cuerpo inclina al alma a poseer cada vez más, a ser ambiciosa, al comportamiento violento y a la guerra, a los placeres sensibles.

El alma en cambio es muy superior al cuerpo. Es la que constituye nuestro yo. Representa lo más auténtico del ser humano, y al lado de ella el cuerpo es sólo una sombra, una apariencia. El alma racional es una creación directa del Demiurgo, tomando como modelo las Ideas eternas. El alma obtuvo sus conocimientos mientras estuvo en contacto con las Ideas, en su primera existencia. Preexiste en el mundo de las Ideas, y su objetivo en esta vida es purificarse, separándose lo más posible del cuerpo. Platón propone los siguientes caminos de purificación: 1º. La ascesis o represión de las pasiones. Platón tiene una concepción negativa del placer y de la corporalidad, despreciando el cuerpo y la vida y proponiendo el ascetismo como ideal ético. 2º. El ejercicio de las virtudes. Platón va a diferenciar las siguientes virtudes: la Sabiduría, que es la virtud propia del alma racional; la Fortaleza, que es la virtud propia del alma irascible; la Templanza, que es la virtud propia del alma concupiscible; la Justicia, que es la virtud que armoniza las tres almas. 3º. El tercer camino es el amor, pero sobre todo el amor a las Ideas, no el amor carnal.

Platón propone que el destino del alma es el regreso al Mundo de las Ideas, y sobre esto nos habla en varios diálogos: el “Fedro”, “Gorgias”, “Fedón”. Nos cuenta que en primer lugar el alma será juzgada, recibiendo una sentencia conforme al nivel de purificación que haya logrado. Después, aquellos que hayan logrado una purificación total regresarán al Mundo de las Ideas, pero caben otras dos posibilidades: Los iniciados en el camino de purificación irán a los “Campos Elíseos”, un lugar paradisíaco según Platón, pero no absolutamente feliz. Para aquellas almas que no hayan logrado purificación alguna, propone el castigo del infierno con atroz sufrimiento. A diferencia del cristianismo, Platón propone que los dos últimos destinos no son definitivos, las almas se reencarnarían y le serían asignados nuevos destinos, atendiendo al mayor o menor nivel de responsabilidad moral que hubieran alcanzado en la vida anterior.

La ética de Platón, que tuvo enorme importancia en la ascesis y las virtudes cristianas, es consecuencia del origen del alma, lo que cuenta Platón en el mito del “Caballo alado” o “Mito del auriga”. Las almas cuando habitan en el mundo de las Ideas marchan en procesión sobre un carro, conducido por una Auriga, tirado por dos caballos, uno negro y otro blanco. El caballo negro se desboca y pese a los esfuerzos del Auriga se sale del camino, viéndose arrojado a este mundo. El mito nos habla sobre la estructura del alma, que según Platón está compuesta por tres aspectos: 1º. El auriga representa el aspecto racional del alma. 2º. El caballo blanco representa el alma irascible, que es la que controla las pasiones nobles, es decir, la voluntad. 3º. El caballo negro simboliza el alma concupiscible de la que provienen las pasiones innobles. Las almas vienen destinadas a este mundo por una falta del alma concupiscible que no puede ser controlada por la razón, el Auriga. Según este mito la relación alma-cuerpo consistiría en que el alma racional, la parte noble y eterna del hombre, sea capaz de controlar las pasiones del cuerpo, el alma concupiscible. El cuerpo que es sólo una cárcel para el alma, es un obstáculo para el alma racional. El objeto de la unión entre ambos es la expiación de una culpa por la que nos debemos purificar en esta vida.

Con esta concepción, Platón deja abierto un profundo abismo entre el mundo material de lo sensible y de lo físico y el mundo de lo espiritual, de las ideas y de lo mental. Esta tajante oposición entre materialismo y espiritualismo hará del hombre un ser escindido, imperfecto, incapaz de conseguir unidad y auténtica armonía. La tarea de la filosofía consiste en ascender desde el mundo sensible al mundo de las ideas y en éste contemplar la idea de Bien. Por eso Platón define la filosofía como “una ascensión al ser”. La ascética como ética y el monasticismo cristianos fueron formas de vida religiosa que derivaron sin duda alguna del filósofo de las Ideas.

Influencia

En siglos posteriores la filosofía de Platón fue revitalizada como neoplatonismo.
En la Alejandría del siglo III, en el contexto intelectual del helenismo tardío de la época romana, se definió un sistema filosófico que fue enseñado en diferentes escuelas hasta el siglo VI. Es la última manifestación en la Antigüedad del platonismo, y constituye una síntesis de elementos muy distintos además de los platónicos, con aportes de las doctrinas filosóficas de Pitágoras, Aristóteles y Zenón, unidas a las aspiraciones místicas de origen hinduista o judío. El fundador de la doctrina parece haber sido Amonio Saccas (Alejandría, c. 175 – Alejandría, 242), siendo Plotino (Alejandría, 205 – Roma, 270) su discípulo más importante. Según los neoplatónicos, el principio de todo lo existente es la unidad absoluta, lo Uno, llamada realidad suprema o gran vacuidad, de la que surgen todas las demás realidades por emanación. El primer ser emanado del Uno es el Logos, llamado también Verbo, o Inteligencia, que contiene las ideas de las cosas posibles. Después, la Inteligencia engendra el Alma como idea, principio del movimiento y de la materia. El Uno, la Inteligencia y el Alma son las tres hipóstasis de la Trinidad neoplatónica. En forma similar, la doctrina central de Plotino es su teoría de la existencia de tres hipóstasis o realidades primordiales: el Uno, el nous y el alma.

La filosofía de Platón pasó a formar parte de la cosmovisión del mundo en torno al Mediterráneo, y algunos Padres de la Iglesia que hicieron explícitamente suya la filosofía de Platón son los siguientes:

Agustín de Hipona, san, (Tagaste, Argelia, 354 – Hippo Regius, 430) (ver más adelante) leyó a los platónicos con ojos cristianos y a los cristianos con ojos platónicos; a todos los asimiló e interpretó a su propio modo. Aceptó absolutamente la filosofía griega y confió en ella. Se presentaba a sí mismo como un Platón cristiano. Puede decirse que después de Agustín la Iglesia católica propagó más la filosofía de Platón que el mensaje de Jesús. De Platón obtuvo los conceptos de luz inteligible, trascendencia, ser eterno y dualismo; también obtuvo el método mayéutico. Discrepó de los platónicos en algunos puntos: hay un camino universal de salvación y no sólo una vía aristocrática; la fe es un absoluto, mientras que la filosofía es siempre un relativo; no hay preexistencia de las almas en el sentido filosófico; el pecado original no es filosófico, sino histórico; la mística racionalista de Dios es pura ilusión y la unión con Dios exige “mediaciones”;  lo sobrenatural coincide con la gracia de la Redención. La filosofía se constituyó en base esencial de toda especulación teológica. Tal como Platón, Agustín fue dualista: el hombre es un compuesto de alma y cuerpo. Posee dos principios o elementos, uno material y otro inmaterial, que constituyen el ser del hombre.

Atenágoras de Atenas (s. II) fue filósofo cristiano de Atenas y uno de los primeros apologetas cristianos. Su teología y las relaciones entre el cristianismo y la filosofía resultan más claras y más lógicas que la de otros apologistas de su época. Platónico de mentalidad, hace resaltar las concordancias que existen entre razón y fe. En sus discursos toma de la filosofía su método y sus formas, pero como filósofo cristiano procura mantener un equilibrio entre razón y fe.

Clemente de Alejandría, san, (Atenas, c. 150 – Palestina c. 215) tuvo una amplia cultura pagana, la que no fue borrada por su encuentro con el cristianismo. Según él, los filósofos gentiles, Platón en especial, se hallaban en el camino recto para encontrar a Dios; aunque la plenitud del conocimiento y por tanto de la salvación la ha traído el Logos, Jesucristo, que llama a todos para que le sigan.

Caius Marius Victorinus, conocido también Victorino el Africano (Cartago, c. 300 – Roma, c. 382) fue un filósofo neoplatónico, retórico y polemista cristiano. Fue un estudioso de la lengua latina y, antes de su conversión al cristianismo, alcanzó fama en todo el Imperio romano como maestro de retórica, por lo que le fue erigida una estatua en el Foro de Trajano en tiempos del emperador Constancio Cloro. Su pensamiento filosófico, está muy mediatizado por sus estudios de gramática y retórica. Adscribió por una parte a la lógica aristotélica y, por otra, al pensamiento neoplatónico (realizó diversas traducciones al latín de obras de Platón, Plotino y Porfirio).

Tertuliano (Cartago, c. 160 – Cartago, c. 220) fue un Padre de la Iglesia, uno de los mayores teólogos de la cristiandad del siglo III y un prolífico escritor. De su vida muy poco se sabe, ya que está basada en referencias de sus escritos, en Eusebio de Cesarea y en san Jerónimo. Fue un académico que recibió una excelente educación.


Pablo


El cristianismo puede definirse como la religión que san Pablo originó en el Imperio romano a partir de la muerte y resurrección de Jesús de Nazaret. Él se transformó en auto-designado apóstol de Jesús tras un extraordinario evento personal de conversión mística, asegurando que había tenido una revelación divina. Pero Pablo no conoció personalmente a Jesús ni se interesó por su enseñanza, y lo escasamente que supo de él fue tangencialmente de parte de algunos de sus discípulos. Por el contrario, tuvo serias disputas con algunos apóstoles. Además, en su tiempo los Evangelios aún no habían sido escritos.

Pablo era un judío de la diáspora que había nacido y vivido en Tarso, Siria. Antes de ejercer su nueva misión, había sido un fariseo estudioso del judaísmo y ferviente perseguidor de los seguidores de Jesús. Incluso habría participado en el asesinato de Esteban. De la tradición hebrea Pablo heredó una visión antropológica fuertemente inspirada en el mito del pecado original, del Génesis, y de la importancia de la Ley mosaica. Pero su cosmovisión estaba más impregnada por la cultura y mitos de su entorno helénico, de fuerte raigambre dualista propia de la filosofía de Platón y la ética estoica. Aquello que más le impresionó de Jesús no fueron ni su vida ni sus enseñanzas, sino que él hubiera resucitado después de muerto en la cruz.

Juntando el relato del Génesis con el dualismo platónico, el estoicismo y la muerte y resurrección de Jesús, Pablo elaboró una teología que ciertamente no gustó a los rígidos monoteístas judíos, pero maravilló a los gentiles. El punto de partida de su teología (Rom. 5-8) fue el mito judaico del pecado original. Éste fue una desobediencia de Adán, el primer hombre y padre de la humanidad, que transgredió un mandato expreso de Dios y que mereció como castigo la condena de la muerte para él y toda su descendencia. Pablo prosigue con la idea de que Dios, en su infinita bondad, enviara a su Hijo, Jesucristo, el nuevo Adán, se hiciera hombre de carne y hueso y cargara con el pecado de toda la humanidad para redimirla a través de su pasión y muerte en la cruz y conseguir la reconciliación con Dios, la justificación de la humanidad, la gracia divina, la justicia, la salvación y la vida eterna. La resurrección de Jesús en la gloria de Dios es, para Pablo, la destrucción del pecado y la muerte.  

Para Pablo la salvación en una nueva vida requiere el bautismo en Cristo, que consigue sepultar el pecado y participar de la muerte y resurrección gloriosa de Jesús, pues si se muere con Cristo, quedando absuelto del pecado, también se vive con Él para Dios. El pensamiento de Pablo sigue parcialmente la moral estoica. El bautizado no debe acceder a la concupiscencia de su cuerpo mortal para que no domine el pecado, sino que debe reinar la gracia. Solo liberado del pecado se tiene la santificación y la vida eterna. Pablo supone que el pecado está natural y necesariamente en uno, ser de cuerpo mortal. El pecado se lo reconoce por la ley, la que define el pecado. Liberado de la ley, uno se libra del pecado y la muerte. Quien puede liberarlo de la ley es Jesucristo, y quien es de Él se libera de la condenación, el pecado, la muerte y la ley. Quien es de Cristo no vive según la carne, que es muerte, sino según el espíritu, que es vida, y el Espíritu de quien resucitó a Jesús llegara a habitar en uno, también le dará vida a su cuerpo mortal al testimoniarle que es también hijo de Dios y coheredero de Cristo para padecer con Él y ser con Él glorificado.

Pablo concibió al personaje de Jesús como el solo intermediario sacerdotal entre Dios y los seres humanos, quien, a través del sacrificio expiatorio de su muerte en la cruz y haciendo de sumo sacerdote, redimió del pecado y la muerte a los seres humanos, y por su resurrección se le manifestó el Cristo –el ungido–, cual Mesías de carácter celestial y arquetípico, imagen de Dios y su primera creación. De este modo transformó al Mesías tradicional de mundano a celestial y de protector de Israel a salvador de todos los pueblos. Nunca llegó a deificar al Cristo, como convenía al pensamiento eminentemente monoteísta de todo judío, pero sí cris­tificó a Jesús, constituyéndolo en el centro de la creación para que así Dios pudiera al fin reinar sobre toda ella. Sin embargo, al exaltar al Cristo no hacía otra cosa que relegar la persona histórica de Jesús al olvido. Y al centrar la doctrina en esta entidad etérea, desvinculada de las enseñanzas de Jesús, lo obligó a inventar un Espíritu para guiar la acción de la comunidad cristiana, la emergente Iglesia. Así expresado, Pablo fue en efecto un hereje para los seguidores de Jesús. Hans Küng escribió: “Como judío piadoso, Jesús predicó un monoteísmo estricto. Jamás se autodenominó Dios, por el contrario: ‘Jesús le dijo: ¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno, sino sólo uno, Dios’ (Marcos 10:18). Además, en las enseñanzas de Jesús está significativamente ausente la asociación de sí mismo con Dios.

Tan importante como su pensamiento teológico en la construcción del cristianismo fue la acción apostólica que Pablo desarrolló. Vio ante sí, como campo de misión, el Imperio romano, con su población unificada por una misma cultura y una misma lengua. Comprendió que su acción debía dirigirse a los gentiles. La doctrina de Pablo estaba formulada a la medida de las necesidades de ellos. Los gentiles no necesitaban un Mesías que permitiera a los descendientes de Jacob reinar sobre el resto de las naciones, sino un Cristo que fuera la víctima sacrificial que pusiera fin a las injusticias, penurias, angustias, pesares, infelicidades y necesidades propias de la vida terrenal, mientras aseguraba la vida eterna y plena para los conversos.

El método misionero de Pablo partía de las sinagogas de la ciudad que se tratase, donde se encontraban los judíos de la diáspora, los prosélitos y los temerosos de Dios. Pablo suscitaba la discusión, encontrando acogida o rechazo. La mayoría de los judíos rechazó su prédica, mientras que la mayoría de las conversiones venía de parte de los prosélitos y los temerosos de Dios. Los judíos no solo sospecharon de la idea de un Cristo, sino que también, en la espera de un Mesías inmanente y solo para los judíos, rechazaron la idea de una salvación trascendente y universal. En la mayoría de las ciudades donde misionó, surgieron comunidades cristianas, para las que se nombraron jefes. Una vez fundadas comunidades en ciudades de cierta importancia, ellas deberían ser las que continuaran en el lugar la tarea misionera. Pablo no imponía a los gentiles la circuncisión ni la observancia de otras prescripciones rituales judías, lo que trajo el rechazo de una corriente judeocristiana. Pronto las comunidades cristianas se separaron de las sinagogas para reunirse en sus propios hogares.

Pablo organizó sus comunidades creando el orden de la vida comunitaria, y nombró a algunos de sus miembros de la comunidad para asumir deberes especiales que sirven a este orden y organización. En este orden jerárquico aparecen hombres dedicados a la asistencia de los pobres o a dirigir el culto. Los que tienen estos cargos son llamados ancianos, diáconos y presbíteros, dirigidos por un episcopoi, e.d., que debe regir la Iglesia como pastor con su rebaño. En este orden, su fundador, Pablo, ocupa un puesto único, que tiene su última motivación en su inmediata llamada a ser apóstol de las Gentes. El es consciente de tener autoridad y plenos poderes para ello, tomando decisiones que vinculan a su comunidad. Pablo es para sus comunidades la máxima autoridad como maestro, juez y legislador; él es el vértice de un orden jerárquico. Las comunidades paulinas no se consideran independientes las unas de las otras. Un cierto nexo se había construido ya con la persona de su fundador. También les había inculcado el ligamento que les unía con la comunidad de Jerusalén. Pablo era consciente de que todos los bautizados de todas las iglesias constituyen el “único Israel de Dios” (Gal. 6, 16), que son miembros de un único cuerpo (1Cor. 12,27), la iglesia formada por judíos y gentiles (Ef. 2, 13.17).

La vida religiosa en las comunidades paulinas tuvo su centro en la fe en Cristo glorificado, que confiere tanto a su culto como a su vida religiosa cotidiana la huella decisiva. Esta fe en el Kyrios, incluyó el convencimiento de que en él habita corporalmente la plenitud de la divinidad. A la comunión de los creyentes en el Señor se es acogido mediante el bautismo, que hace eficaz la muerte expiatoria que Jesús tomó sobre sí por nuestros pecados (1Cor. 15,3). Con el bautismo se renace a una nueva vida. Esta convicción hizo que el bautismo tuviera un puesto esencial en el culto del cristianismo paulino. Los fieles se reunían en el primer día de la semana (Hch. 20,7), abandonando el sábado judío. Se cantaban himnos de alabanza y salmos, con los que se expresaban la alabanza al Padre en el nombre del Señor Jesucristo (Ef. 5, 18). El núcleo central del culto fue la celebración eucarística para reforzar la íntima cohesión de los fieles. La fracción del pan se presentaba como la real participación del cuerpo y la sangre del Señor. El contacto con el mundo pagano exigía que las nacientes comunidades ejercitaran una ascesis y autodisciplina mayores aún que las del judaísmo de la diáspora. A la muerte de Pablo, en el mundo helenístico había una red de células cristianas cuya vitalidad aseguró la ulterior propagación de la nueva fe.

Puede discutirse cuan buen vehículo ha sido el cristianismo para enseñar el evangelio de Jesús. Sin duda, muchos santos de altar y muchos creyentes en Jesús que no están en los altares solo pudieron conocer y practicar el evangelio a través del cristianismo. Así, sin el cristianismo no hubiera sido posible para la humanidad haber conocido el evangelio.

Tan completa fue la impronta de Pablo que de los 74 Padres de la Iglesia registrados, solo uno, Epifanio de Salamis (Judea, c. 310 –Chipre, 403), era judío de origen. Los restantes fueron todos gentiles, varones y habitantes del Imperio romano. Nada se supo de los seguidores de Jesús de Galilea y Judea, relatados en los Hechos de los Apóstoles, después de la destrucción de Jerusalén.


Tertuliano


Tertuliano (Cartago, c. 160 – Cartago, c. 220) fue un Padre de la Iglesia, uno de los mayores teólogos de la cristiandad del siglo III y un prolífico escritor. Fue un académico que recibió una excelente educación. Escribió por lo menos tres libros, pero ninguno se ha conservado. Su especialidad fueron las leyes y fue un destacado abogado en Roma. Su conversión al cristianismo aconteció alrededor del 197-198. Fue ordenado presbítero en la Iglesia de Cartago. Hacia el año 207, se separa de la Iglesia católica, siendo llevado al grupo religioso de Montano (Montano era de Frigia y se convirtió al cristianismo hacia 156. Asistido por dos profetisas llamadas Maximila y Priscila, comenzó a anunciar el comienzo de una nueva era en la Iglesia a la que llamó “Era del Espíritu” y el fin de la historia al considerarse directamente enviado por el Espíritu Santo y que se caracterizaba por una vida moral más rigurosa.). Pero los montanistas no fueron lo suficientemente rigurosos para Tertuliano, quién rompió con ellos para fundar su propio movimiento religioso. Tertuliano continuó su lucha contra la herejía, especialmente con el gnosticismo.

Hacia la Trinidad

Existen triadas de dioses desde la antigüedad histórica, tal vez por el carácter místico que algunas culturas tienen del número tres. En casi todas las tradiciones religiosas y sistemas filosóficos hay conjuntos ternarios, tríadas que corresponden a fuerzas primordiales hipostasiadas o a aspectos del Dios supremo. En la India existe un concepto parecido, la Trimurti, que es un término sánscrito que hace referencia a los tres dioses principales de la compleja mitología hindú: Brahma, Visnú y Shivá. En la religión de Egipto faraónico existió el grupo trinitario de Osiris, Isis y Horus. Por su parte, el filósofo griego Platón concibió una cosmología en la que se distinguen dos planos fundamentales, el ideal y el sensible; para la plasmación del mundo sensible, Dios (el Demiurgo) trabaja sobre una base caótica o espacio (chóra), a través de los modelos inteligibles, según se expone en el Timeo. En desarrollos ulteriores dentro de algunas corrientes platónicas, se distinguen varios niveles de realidad, entre las que encontramos tres de gran importancia: Dios, ser absoluto y causa primera; Logos, o razón universal, y Anima Mundi, alma universal emanada de Dios que anima y gobierna el mundo visible. Según los neoplatónicos, el principio de todo lo existente es la unidad absoluta, lo Uno, llamada realidad suprema o gran vacuidad, de la que surgen todas las demás realidades por emanación. El primer ser emanado del Uno es el Logos, llamado también Verbo, o Inteligencia, que contiene las ideas de las cosas posibles. Después, la Inteligencia engendra el Alma como idea, principio del movimiento y de la materia. El Uno, la Inteligencia y el Alma son las tres hipóstasis de la Trinidad neoplatónica.
En otras ocasiones, la trinidad platónica es descrita como las ideas de Bien, el resto de ideas inteligibles que proceden del Bien, y las ideas materializadas o mundo visible.

Tertuliano consideró al Logos de Dios como Dios en sentido derivado, por ser de la misma substancia de Dios; Dios que viene de Dios como luz que proviene del sol. Logos (Verbum) significa en griego la palabra en cuanto meditada, reflexionada o razonada. En el prólogo del Evangelio de San Juan, se menciona al Logos identificándolo con la persona espiritual de Dios en el principio de la creación. Juan 1:1 dice: “en el principio era el Logos y el Logos era con Dios el Logos era Dios”. El Logos en este versículo se ha prestado a muchas interpretaciones. Algunos lo relacionaron con el Logos de la filosofía griega y la judeohelenística de Filón de Alejandría (Alejandría, 15/10 a. C. – Alejandría, 45/50), renombrado filósofo del judaísmo helénico, quien utiliza esta palabra para significar la sabiduría y, especialmente, la razón inherente a Dios. A partir del Evangelio según Juan Logos obtiene una significación cristiana, y los cristianos apologistas del siglo II identificaron Logos con el Hijo de Dios. Sin embargo, Tertuliano diferenció entre el Logos como atributo interno en Dios y el Logos que engendró Dios, que se tornaría en una persona. Además no consideró al Hijo coeterno con el Padre. El Hijo de Dios no siempre existió, sólo a partir de ser engendrado por el Padre.

En el año 215, Tertuliano fue el primero en usar el término Trinidad (trinitas). Anteriormente, Teófilo de Antioquía (†183) ya había usado la palabra griega trias (tríada) en su obra A Autólico (c. 180) para referirse a Dios, su Verbo (Logos) y su Sabiduría (Sophia). Tertuliano diría en Adversus Praxeam II que “los tres son uno, por el hecho de que los tres proceden de uno, por unidad de substancia”. Tertuliano, al igual que Hipólito de Roma (Roma, segunda mitad del siglo II – Roma, 235), escribió contra el Modalismo, doctrina que profesaban Noeto, Práxeas y Sabelio, quienes afirmaban que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo eran la misma persona. Él es el primero en usar la palabra latina “trinitas”. Con respecto al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo nos dice: “La unidad en la trinidad dispone a los tres, dirigiéndose al Padre y al Hijo y al Espíritu, pero los tres no tienen diferencia de estado ni de grado, ni de substancia ni de forma, ni de potestad ni de especie, pues son de una misma sustancia, y de un grado y de una potestad.” (Adversus Praxeam II, 4).

Por la misma época Orígenes (Alejandría, 185 – Tiro, 254), quien junto con san Agustín y santo Tomás es considerado uno de los tres pilares de la teología cristiana, también estuvo preocupado del tema trinitario. En su Comentario sobre el Evangelio de Juan, Orígenes afirma que el Logos (El Verbo de Dios) es theos (dios) sin el artículo definido (“el”), en cambio el Padre es ho theos (el Dios) con artículo. En la teología de Orígenes el Hijo de Dios es subordinado al Padre, tendencia presente en otros Padres del período; esta tendencia subordinacionista puede ser considerada, sin embargo, ortodoxa. “Ya que nosotros que decimos que el mundo visible está bajo el gobierno del que creó todas las cosas, declare así que el Hijo no es más fuerte que el Padre, sino inferior a Él. Y esta creencia que basamos en el refrán de Jesús mismo, “el Padre que me envió es mayor que yo”. Y ninguno de nosotros es tan insano para afirmar que el Hijo del hombre es el Señor sobre Dios.” (Contra Celso libro VIII, 15).

Orígenes afirmó también sobre el Ser de Dios: “Dios ni siquiera participa del ser: porque más bien es participado que participa, siendo participado por los que poseen el Espíritu de Dios.” (Contra Celso libro VI, 64). En esta cita se muestra su visión del Espíritu Santo: “Si es verdad que mediante el Verbo ‘fueron hechas todas las cosas’ (cf. Jn 1, 3), ¿hay que decir que el Espíritu Santo también vino a ser mediante el Verbo? Supongo que si uno se apoya en el texto ‘mediante él fueron hechas todas las cosas’ y afirma que el Espíritu es una realidad derivada, se verá forzado a admitir que el Espíritu Santo vino a ser a través del Verbo, siendo el Verbo anterior al Espíritu. Por el contrario, si uno se niega a admitir que el Espíritu Santo haya venido a ser a través de Cristo, se sigue que habrá de decir que el Espíritu es inengendrado... En cuanto a nosotros, estamos persuadidos de que hay realmente tres personas (hypostaseis), Padre, Hijo y Espíritu Santo; y creemos que sólo el Padre es inengendrado; y proponemos como proposición más verdadera y piadosa que todas las cosas vinieron a existir a través del Verbo, y que de todas ellas el Espíritu Santo es la de dignidad máxima, siendo la primera de todas las cosas que han recibido existencia de Dios a través de Jesucristo. Y tal vez es ésta la razón por la que el Espíritu Santo no recibe la apelación de Hijo de Dios: sólo el Hijo unigénito es hijo por naturaleza y origen, mientras que el Espíritu seguramente depende de él, recibiendo de su persona no sólo el ser sino la sabiduría, la racionalidad, la justicia y todas las otras propiedades que hemos de suponer que posee al participar en las funciones del Hijo [...]” (Comentario en Juan libro II, 10).

La Trinidad como dogma cristiano

La escritura y doctrina cristiana descansa en el monoteísmo (un solo Dios), por lo tanto había que ajustarla a lo que decía la Escritura con respecto al Padre, al Hijo y el Espíritu, sin caer en el politeísmo, ni tampoco modificando la Escritura por conveniencia (Eisegesis). Los teólogos de los primeros siglos del Cristianismo elaboraron explicaciones que generaron varias corrientes de pensamiento y una intensa polémica. Esta polémica se acentuó durante el reinado del emperador Constantino I, cuando los dirigentes de la Iglesia comenzaron a contar con el apoyo imperial y tuvieron que precisar cuál debía ser la doctrina compartida por las diversas comunidades cristianas. En contraposición tanto frente a las posiciones subordicionistas (principalmente los partidarios de Arrio) como a las modalistas, algunos teólogos llegaron a la conclusión de que estas tres personas compartían diferentes cualidades y características divinas exclusivas de Dios (señorío, eternidad, omnisciencia, omnipresencia, santidad, etc.).

La Trinidad llegó a ser el dogma central sobre la naturaleza de Dios de la mayoría de las iglesias cristianas. Esta creencia afirma que Dios es un ser único que existe simultáneamente como tres personas distintas o hipóstasis: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Para la Iglesia católica, la Trinidad es el término con que se designa la doctrina central de la religión cristiana. Así, en las palabras del Símbolo Quicumque: ‘el Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios, y sin embargo no hay tres Dioses, sino un solo Dios’. En esta Trinidad las Personas son co-eternas y co-iguales: todas, igualmente, son increadas y omnipotentes. Según esta doctrina el Padre es increado e inengendrado; el Hijo no es creado sino engendrado eternamente por el Padre; el Espíritu Santo no es creado, ni engendrado, sino que procede eternamente del Padre y del Hijo (según las iglesias evangélicas y la iglesia católico-romana) o sólo del Padre (según la iglesia católica-ortodoxa).

La fórmula fue adquiriendo forma con el paso de los años y no fue establecida definitivamente hasta el siglo IV. La definición del Concilio de Nicea (325), sostenida desde entonces con mínimos cambios por las principales denominaciones cristianas, fue la de afirmar que el Hijo era consustancial (homousion, literalmente ‘de la misma sustancia que’) el Padre. Esta fórmula fue cuestionada y la Iglesia pasó por una generación de debates y conflictos hasta que la “fe de Nicea” fue reafirmada en el Primer Concilio de Constantinopla (381). En Nicea toda la atención fue concentrada en la relación entre el Padre y el Hijo, inclusive mediante el rechazo de algunas frases típicas arrianas mediante algunos anatemas anexados al credo; y no se hizo ninguna afirmación similar acerca del Espíritu Santo. Pero, en Constantinopla se indicó que éste es adorado y glorificado junto con Padre e Hijo, sugiriendo que era también consustancial a ellos. Esta doctrina fue posteriormente ratificada por el Concilio de Calcedonia (451), sin alterar la substancia de la doctrina aprobada en Nicea. Según el dogma católico definido en el Concilio de Constantinopla, las tres personas de la Trinidad son realmente distintas pero son un solo Dios verdadero. Esto es algo posible de formular pero inaccesible a la razón humana, por lo que se le considera un misterio de fe. Para explicar este misterio, en ocasiones los teólogos cristianos han recurrido a símiles. Así, Agustín de Hipona comparó la Trinidad con la mente, el pensamiento que surge de ella y el amor que las une. Por otro lado, otros teólogos clásicos, como Guillermo de Occam, afirman la imposibilidad de la comprensión intelectual de la naturaleza divina y postulan su simple aceptación a través de la fe.

Pero la controversia no terminó allí. La primera versión de Credo se fijó en el Concilio de Nicea, por lo que es conocido como Credo niceno. En él no se hacía referencia alguna al origen del Espíritu Santo ya que, como se anotó, lo que en ese momento se intentaba era sentar, frente al arrianismo, la doctrina de la Iglesia en lo referente a la figura de Jesucristo, por lo que se incluyeron frases como “engendrado, no creado” y “consubstancial al Padre”. El Credo niceno fue ampliado por el Concilio de Constantinopla, en el que se estableció, siguiendo lo dispuesto en el Evangelio de Juan (15,26b), que el Espíritu Santo “procede del Padre” al decir: “Creo en un solo Dios... y en el Espíritu Santo... que procede del Padre.” Este nuevo texto es conocido como Credo niceno-constantinopolitano que, sin embargo no tuvo carácter normativo hasta el Concilio de Calcedonia. En el año 397, durante el primer Concilio de Toledo, se produjo la añadidura del término Filioque, por lo que el Credo pasaba a declarar que el Espíritu Santo “procede del Padre y del Hijo” al decir: “Creemos en un solo Dios verdadero, Padre, Hijo y Espíritu Santo ... que procede del Padre y del Hijo.” La cláusula Filioque siguió siendo utilizada en el reino franco con el beneplácito implícito de Roma. Esta actitud será una de las causas del cisma fociano, germen del posterior, y hasta hoy definitivo, Cisma de Oriente, en el año 1054.

Además de la polémica sobre la naturaleza de Jesús —si era humana, divina, o ambas a la vez—, de su origen —si eterno o temporal— y de cuestiones similares relativas al Espíritu Santo, el problema central del dogma trinitario es justificar la división entre “sustancia” única y triple “personalidad”. La mayoría de las iglesias protestantes, así como las ortodoxas y la Iglesia Católica, sostienen que se trata de un misterio inaccesible para la inteligencia humana.

La palabra latina “substantia” (del griego ousía) que Tertuliano aplicó a la unidad entre el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo proviene de Platón. Para este filósofo la realidad esta compuesta por dos tipos de sustancias que corresponden a dos mundos distintos. El mundo sensible, que captamos por medio de nuestros sentidos, es de apariencias, los objetos tienen una existencia o sustancia relativa. En cambio, el mundo inteligible, de las Ideas, propio de la razón, está formado por las Ideas. Las Ideas no son representaciones abstractas de nuestra mente, sino entidades que existen separadas de los individuos, del mundo sensible. Para Platón la sustancia propiamente tal es la Idea inmutable, eterna, trascendente.

Otro concepto discutible es “persona”, que es una palabra latina cuyo equivalente griego es prósopon y que significa la “máscara” del actor en el teatro griego clásico. En consecuencia, en esta acepción persona equivaldría a “personaje”. Pero también para persona existe en griego la palabra hipóstasis. Esta palabra se ha aplicado en teología a la Trinidad y sus tres personas, y también a Jesucristo y su unidad hispostática, queriendo significar sustancia individual o singular, como algo distinto de la naturaleza o de la esencia. Tiempo después el filósofo romano Boecio (Roma 480, - Pavía, 524/425) definió formalmente persona como una substancia individual de naturaleza racional, y esta definición fue aceptada oficialmente por la Iglesia. En fin, Hipóstasis fue usado a menudo, aunque imprecisamente, como equivalente de ser o sustancia, pero en tanto que realidad de la ontología. Puede traducirse como ‘ser de un modo verdadero’, ‘ser de un modo real’ o también ‘verdadera realidad’. En teología cristiana se emplea la palabra persona para referirse a la hipóstasis de la Santísima Trinidad. En particular, en el cristianismo ortodoxo, se proclama que la Santísima Trinidad son tres personas distintas e inconfundibles, pero, cada una de ellas, hipóstasis de una misma esencia inmaterial

Padres de la Iglesia del siglo IV que elaboraron el dogma trinitario

Los Padres de la Iglesia fueron extraordinariamente audaces para no solo pensar en Dios sino que polemizar duramente sobre la naturaleza divina en términos de la pura razón y la filosofía griega. En el tercer milenio del cristianismo, tras la explosión del conocimiento producido por el advenimiento de la ciencia moderna, la polémica teológica suscitada en los siglos III, IV y V aparece de la mayor ingenuidad si no fuera porque otros intereses más mundanos estaban en juego. Mencionaremos a continuación algunos de los Padres del siglo IV más importantes.

Ambrosio de Milán, san, (Tréveris, c. 340 – Milán, 397) fue un destacado obispo de Milán, un importante teólogo y orador y un eximio político cristiano que combatió a arrianos e impuso la autoridad de la Iglesia por sobre la del Imperio. Consiguió que se reconociera el poder de la Iglesia por encima de la del Estado y desterró definitivamente en sucesivas confrontaciones a los paganos de la vida política romana.

Atanasio de Alejandría, san, (Alejandría, c. 296 – Alejandría, 373) defendió con pasión y vehemencia la homoousios (igual substancia) del Padre y el Hijo, saltando así de la idea evangélica, “el hijo de Dios”, a la imperial, “Dios el Hijo”, y la existencia de una Trinidad santa y completa: Padre, Hijo y Espíritu Santo; es homogénea, las tres personas tienen el mismo rango. Estas ideas pasaron a ser el fundamento teológico de la Iglesia.

Basilio de Cesarea, san, (Cesareaca, 330 – Cesarea, 379) fue obispo de Cesarea. Mediante la ayuda de Atanasio, intentó superar sus recelos hacia los homoiousianos. Las dificultades habían aumentado al plantear la cuestión de la esencia del Espíritu Santo. A pesar de que Basilio había defendido con objetividad la consustancialidad del Espíritu Santo con el Padre y el Hijo, se sumaba aquellos que, fieles a la tradición oriental, no admitían el predicado homoousios al tercero; esto se le había reprochado ya en 371 por los zelotes ortodoxos, que había entre los monjes, y Atanasio lo defendió.

Cirilo de Jerusalén, san, (Casarea Marítima, c. 315 – Jerusalén, 386) fue obispo de Jerusalén. En el Primer Concilio de Constantinopla (381), en el que estuvo presente, votó por la aceptación del término homoioussios, al haber quedado finalmente convencido de que no había mejor alternativa. Aunque su teología era indefinida en fraseología, adhería a la ortodoxia nicena y evitaba el debatible término homoioussios.

Dámaso I, san, (Gallaecia o Lusitania (Portugal), 304 – Roma, 384) fue el 37º papa de Roma. Su entrada al trono papal (366) estuvo marcada con la expansión del arrianismo, la expansión y legitimación del cristianismo y la adopción posterior como la religión oficial del Imperio romano. Se mostró intransigente frente a otras doctrinas cristianas, tal y como exigía la Iglesia romana del momento, deseosa de lograr unidad y centralismo. Promulgó (374) el canon de Escritura Sagrada, es decir, una lista de los libros del Viejo y Nuevo Testamentos que debían ser considerados la palabra inspirada de Dios.

Diodoro de Tarso (Antioquía, siglo IV – Antioquía, c. 392) fue obispo y maestro en la escuela exegética de Antioquía. Defendió la profesión de fe nicena, pero sus aseveraciones que enfatizaban la verdadera humanidad de Cristo, en coexistencia de su divinidad que vertió en contra de las herejías apolinaristas, le hicieron parecer, décadas más tarde, como antecesor de las doctrinas del hereje Nestorio, llegándose a decir que afirmaba la existencia de dos Cristos, uno conformado por el hombre y el otro por el logos. Debido a estas condenas no se conservaron la mayor parte de sus obras.

Efrén de Siria, también conocido como Efraín de Nísibe o Nisibi, (Nisibis, Siria, 306 – Edesa, 373) fue un diácono y escritor. Fundó una escuela de teología en Nesaybin. Fue gran defensor de la doctrina cristológica y trinitaria en la Iglesia siria de Antioquía.

Eusebio de Cesarea (c. 275 – Cesarea, 339) fue obispo de Cesarea (313). Durante el Concilio de Nicea (325), tuvo cierto protagonismo. No era un líder nato, ni tampoco un pensador profundo, pero como hombre bastante instruido, cayó en la gracia del emperador, y acabó por sobresalir entre los más de 300 miembros que se reunieron en el Concilio. Tomó una posición moderada en la controversia, y presentó el símbolo (credo) bautismal de Cesarea que acabó por convertirse en la base del Credo de Nicea. Al final del Concilio, Eusebio suscribió sus decretos.

Gregorio de Nisa, san (Cesarea de Capadocia, entre330 y 335 – Nisa, Capadocia, entre  entre 394 y 400) también conocido como Gregorio Niseno, fue obispo de Nisa en Capadocia y teólogo. Considerado entre los cuatro Padres griegos de la Iglesia y uno de los tres Padres Capadocios. Fue hermano menor de san Basilio el Grande y amigo de Gregorio Nacianceno. En el Concilio de Constantinopla (381), usó la filosofía platónica, afirmando la unidad y la Divinidad de las tres personas en una sola idea divina, tres personas distintas en un solo Dios verdadero.

Gregorio Nacianceno, san, (Nacianzo, Capadocia, 329 – Nacianzo, Capadocia, 389) fue arzobispo de Constantinopla. Influyó significativamente en la forma de la teología trinitaria, en los padres tanto griegos como latino, y es recordado como el “teólogo trinitario. Las contribuciones teológicas más significativas de Gregorio surgen de su defensa de la doctrina nicena de la Trinidad. Destaca especialmente por sus contribuciones en el campo de la pneumatología, esto es, la teología referente a la naturaleza del Espíritu Santo. A este respecto, Gregorio es el primero que usó la idea de procesión para describir la relación entre el Espíritu y las demás personas de la Trinidad: “El Espíritu Santo es verdaderamente Espíritu, viniendo en verdad del Padre pero no de la misma manera que el Hijo, pues no es por generación sino por procesión, puesto que debo acuñar una palabra en beneficio de la claridad”. Aunque Gregorio no desarrolla plenamente el concepto, la idea de procesión permanecería en la mayor parte del pensamiento posterior sobre el Espíritu Santo. Enfatizó que Jesús no dejó de ser Dios cuando se hizo hombre, ni perdió ninguno de sus atributos divinos cuando tomó la naturaleza humana. Es más, Gregorio afirmaba que Cristo era perfectamente humano, con un alma perfectamente humana. Igualmente proclamó la eternidad del Espíritu Santo, diciendo que las acciones del Espíritu Santo estaban de alguna forma ocultas en el Antiguo Testamento, pero se hicieron más claras desde la ascensión de Jesús al Cielo y el descenso del Espíritu Santo en la fiesta de Pentecostés. Él y los otros Padres capadocios ayudaron a desarrollar el término hipóstasis, o tres personas unidas en un solo Dios. Conforme las obras de Gregorio circularon por todo el imperio influyeron en el pensamiento teológico. Sus discursos eran citadas como autoridad por el Concilio de Éfeso (431), y era llamado Teólogo por el Concilio de Calcedonia /451).

Hilario de Poitiers, san, (Poitiers, c. 315 – Poitiers, 367) fue obispo de Poitiers. Se crió en el paganismo, pero su curiosidad le llevó a estudiar filosofía, especialmente el neoplatonismo y a la lectura de la Biblia. Descubrió a Orígenes, como también la gran producción teológica de los Padres orientales. Con estas bases escribe un riguroso estudio titulado De Trinitate, el tratado más profundo hasta entonces sobre el dogma trinitario.

Juan Crisóstomo o Juan de Antioquia, san, (Antioquía, 347 – Comana Pontica, c. 407) fue patriarca de Constantinopla. Confrontó a Teófilo, el patriarca de Alejandría, que quería someter a Constantinopla a su poder alegando que Juan seguía las enseñanzas de Orígenes. Fue un cruel y fanático antisemita.

Juan II (356 – 417) fue arzobispo de Jerusalén entre los años 387 y 417. Su autoridad fue severamente cuestionada en dos ocasiones por san Jerónimo, por entonces abad en Belén. Fue acusado primero (390) por enseñar las ideas de Orígenes, y luego (414) por apoyar a Pelagio.

Julio I, papa nº 35 de la Iglesia católica, entre 337 y 352, fecha de su muerte. Persiguió a los arrianos y sufrió también la persecución del emperador arriano Constancio (350). Fue el autor del calendario juliano al fijar la solemnidad de Navidad el 25 de diciembre, en vez del 6 de enero.

Osio de Córdoba, san, (Córdoba, 256 – Sirmio, en Serbia, 357) fue obispo de Córdoba y consejero del emperador Constantino I. Presidió el Concilio en Nicea (325), en el que participaron 318 obispos. Osio mismo redactó el Símbolo de la Fe (el Credo Niceno).

Paciano, san († entre 379 y 393) fue influido especialmente por los modelos exegéticos y teológicos africanos. Estuvo interesado, especialmente, en el tema de la penitencia. Distingue entre distintos tipo de pecados (cotidianos y graves), y anima a los fieles a confesar estos. Conocía ya la teología sobre el pecado original.

Potamio de Lisboa (siglo IV) fue el primer obispo de la ciudad de Olissipo (actual Lisboa). Profesó el niceanismo durante sus inicios obispales, pasándose hacia el 355 al arrianismo. Presionó al papa Liberio para que este rompiese con Atanasio y se adhiriese a la fórmula del sínodo de Sirmio (351). Participó también en la redacción de la segunda fórmula propuesta en un segundo sínodo en Sirmium, con un acento aún más arriano. Hacia 360, regresó a la ortodoxia católica, tras la muerte del emperador arriano Constancio II.

Siricio (Roma, 334 – Roma, 399) fue el 38º papa de la Iglesia católica, oficiando de pontífice desde 384. Fue el primer papa en utilizar su autoridad en sus decretos utilizando palabras como: “Mandamos”, “Decretamos”, “Por nuestra autoridad...” en el estilo retórico típico del emperador. Fue también el primero en usar el título de Papa. Decretó el celibato para los clérigos.


Constantino


Constantino I el Grande (Naissus, Serbia, c. 272 – Nicomedia, Turquía, 337) fue un emperador romano que llegó por amarga experiencia al convencimiento de que el engrandecimiento y la unidad del Imperio pasaba por la lucha por el poder absoluto y por la adopción del cristianismo como la religión principal. La despiadada lucha por el poder comenzó justamente cuando fue proclamado césar por sus tropas en Eboracum, actual York, Britania, en 306, apenas muerto su padre, el augusto césar.
Comenzaba un período de 20 años de cruentas guerras internas que culminarán con su asunción al poder absoluto. Al final del año 307 quedaban 4 augustos: Constantino, Majencio, Maximiano y Galerio y un césar, Maximino Daya. Al final del año 310 la situación era aún más confusa con 7 augustos: Constantino, Majencio, Maximiano, Galerio, Maximino, Domicio Alejandro y Licino. En este convulso entorno comenzaron a desaparecer candidatos: Domicio Alejandro fue asesinado por orden de Majencio; Maximiano se suicidó asediado por Constantino y Galerio falleció por causas naturales. Finalmente, Majencio fue relegado por los tres augustos restantes y finalmente vencido por Constantino en la batalla del Puente Milnio, en las afueras de Roma, el 28 de octubre de 312. Una nueva alianza entre Constantino y Licinio selló el destino de Maximino que se suicidó tras ser vencido por Licinio en 313. Finalmente, tras las victorias sobre Licino en la batalla de Adrianópolis y la batalla naval de Crisópolis (324) Constantino logró ser reconocido como el único emperador romano, en 326, dando nacimiento a la monarquía absoluta, hereditaria y por derecho divino.

Sin ahora rivales Constantino pudo fundar Constantinopla que obedecía a su política imperial de adoptar al cristianismo como religión oficial, recuperar militarmente vastos territorios que estaban en manos de bárbaros, introducir importantes cambios que afectaron a todos los ámbitos de la sociedad del bajo imperio, reformar la corte, las leyes y la estructura del ejército. En 312, antes de ganar la crucial batalla del Puente Milvio, la tradición dice que tuvo la visión de una cruz en el cielo y un sueño que mostraba una cruz con la inscripción, “Con este signo vencerás”, luego de lo cual se convirtió al cristianismo. Lo cierto es que si hubo conversión, ésta fue fríamente calculada en vista a la enorme influencia que el cristianismo estaba teniendo. En 313, y probablemente aconsejado por el obispo Osio de Córdoba, Constantino se reunió con Licinio en Milán, donde promulgaron el Edicto de Milán, declarando que se permitiese a sus súbditos seguir la fe de su elección. Con ello, se retiraron las sanciones por profesar el cristianismo, bajo las cuales muchos habían sido martirizados como consecuencia de las persecuciones a los cristianos, y se devolvieron las propiedades confiscadas a la Iglesia. Una serie de seis edictos más fueron promulgados hasta 323, con lo que se completó una revolución en la base de la sociedad romana. Tras esta nueva legislación, se permitió la construcción de nuevas iglesias y los obispos cristianos, que obtuvieron variados privilegios, adoptaron unas posturas agresivas en temas públicos que nunca antes se habían visto en otras religiones. Constantino calculaba que el imperio sería más seguro si descansaba sobre súbditos cristianos que sobre intrigas palaciegas o un ejército de mercenarios. El nuevo régimen permitió que el cristianismo se extendiera dentro de los confines del imperio y los cristianos llegaran a ser la gran mayoría.

En 325, Constantino convocó el Primer Concilio de Nicea que legitimó al cristianismo, lo cual fue esencial para su expansión. Aunque el cristianismo no se convertiría en religión oficial del Imperio hasta el final de aquel siglo, un paso que daría Teodosio en el 380 con el Edicto de Tesalónica, Constantino dio un gran poder a los cristianos, una buena posición social y económica a su organización, concedió privilegios e hizo importantes donaciones a la Iglesia, apoyando la construcción de templos y dando preferencia a los cristianos como colaboradores personales. Adoptó el cristianismo como sustituto del paganismo oficial romano, llegando a ser el primer emperador cristiano. Su reinado llegó a ser un momento crucial en la historia del cristianismo. Fue cuando emergió la Iglesia con “i” mayúscula: la Iglesia imperial.

La Iglesia

Al elevar a Jesús de Nazaret a la categoría divina la Iglesia naciente se hizo imperial y nuevas formas fueron adoptadas. La cena eucarística paulina se transformó en el sacrificio de la misa, la humilde mesa de comedor que el feligrés ofrecía a su comunidad para la cena eucarística se transformó en un altar sacrificial. Su acogedor hogar devino en magnífico templo de adoración y sacrificio.

Poco después de la batalla del Puente Milvio, Constantino entregó al papa Silvestre I un palacio romano que había pertenecido a Dioclesiano y anteriormente a la familia patricia de los Plaucios Lateranos, con el encargo de construir una basílica de culto cristiano. El nuevo edificio se construyó sobre los cuarteles de la guardia pretoriana de Majencio, convirtiéndose en sede catedralicia. Actualmente se la conoce como Basílica de San Juan de Letrán. En 324 el emperador hizo construir otra basílica en Roma, en la colina del Vaticano, que era el lugar donde según la tradición cristiana martirizaron a san Pedro. En el 326, financió la construcción de la Iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén. Su programa de construcción de iglesias hizo expandir de forma crucial la fe cristiana y permitió un considerable incremento del poder y la influencia del clero.

Inmediatamente después de su plena legalización, la Iglesia cristiana comenzó a atacar a los paganos. Entre 326 y 330, Constantino también colaboró en esta empresa, ordenando la destrucción de todas las imágenes de los dioses y la confiscación de los bienes de los templos. Entre el siglo IV y el siglo VI muchos templos paganos y las imágenes de sus dioses fueron destruidos por las hordas cristianas, sus sacerdotes y miles de creyentes paganos fueron perseguidos y asesinados.

Por otra parte, demostrando su autonomía como emperador, Constantino retendría el título de pontifex maximus hasta su muerte, un título que los emperadores romanos llevaban como cabezas visibles del sacerdocio pagano. Tampoco patrocinaría únicamente al cristianismo. Después de obtener la victoria en el Puente Milvio, mandó erigir un arco triunfal, el Arco de Constantino, construido en 315 para celebrarlo. El arco no contiene ningún simbolismo cristiano. En 321, Constantino dio instrucciones para que los cristianos y los no cristianos debieran estar unidos en la observación del “venerable día del sol”, que hacía referencia a la esotérica adoración oriental al sol que Aureliano había ayudado a introducir. Las monedas todavía llevarían los símbolos de culto al sol (Sol Invictus) hasta el 324. Incluso después de que los dioses paganos hubiesen desaparecido de las monedas, los símbolos cristianos aparecían sólo como atributos personales de Constantino. Incluso cuando Constantino dedicó la nueva capital de Constantinopla, que se convertiría en la sede de la cristiandad bizantina durante un milenio, lo hizo usando la diadema de rayos de sol de Apolo.

Constantino había constatado que el cristianismo se estaba constituyendo rápidamente en una pujante fuerza social, cultural, intelectual y moral de primera magnitud en el imperio. En 312, para el Edicto de Milán, existían ya entre 1000 y 1500 episcopados repartidos por todo el territorio el Imperio romano. El 15% de sus habitantes profesaban esta fe, atravesando transversalmente todos los estratos de la sociedad; eran disciplinados, sumisos y probos, y entre ellos estaban las personas más ilustradas de su tiempo. Después de luchar encarnizadamente por la unidad del Imperio y el poder absoluto contra sus competidores al trono imperial Constantino vio en esta religión la amalgama para los heterogéneos habitantes del imperio. El cristianismo había sido una religión que guardaba la organización paulina en base de unidades episcopales autónomas. Para constituirse en la Iglesia y transformarse posteriormente en la Cristiandad el cristianismo debió adquirir unidad en doctrina y autoridad religiosa e imperial. Ambas fueron tareas que durarían siglos, pero que los dirigentes episcopales se pusieron con ahínco a trabajar apenas Constantino no sólo terminó con la persecución religiosa, sino que les demandó unidad dogmática en favor de la unidad del Imperio romano. La demanda imperial por la unidad cristiana bien valía la ortodoxia, aunque fuera forzada, y la consecuente persecución de los herejes. Sin embargo, Constantino utilizó la Iglesia en su política imperial, restándole la independencia que anteriormente gozaba.

Los concilios

Constantino descubrió prontamente que los cristianos estaban muy divididos en torno a definir la naturaleza de Cristo. Por ello, convocó al Concilio de Nicea. Fueron los concilios los que sentaron la unidad de doctrina y los metropolitanos los que centraron la autoridad local. Un concilio ecuménico era una asamblea celebrada por la Iglesia con carácter general a la que eran convocados todos los obispos para reconocer la verdad en materia de doctrina o de práctica y proclamarla. Los concilios de los siglos IV y V fueron griegos, fueron convocados por los emperadores y fueron presididos por metropolitanos. En el Concilio de Constantinopla I (381) se enumeran cuatro patriarcados como cúspide de la organización eclesiástica que son el Patriarca de Alejandría, el Patriarca de Antioquía y el Patriarca de Constantinopla y el Patriarca de Occidente, Papa y obispo de Roma. En el concilio de Calcedonia (451) se incluyó el Patriarcado de Jerusalén, por tener una importancia simbólica dentro de la Iglesia.

La cristología fue la preocupación fundamental a partir del Primer Concilio de Nicea (325) hasta el Tercer Concilio de Constantinopla (680). A lo largo de este período, los diferentes puntos de vista cristológicos de los grupos de la comunidad cristiana llevaron a acusaciones de herejía, y, en algunos casos, a la posterior persecución religiosa. En algunos casos, la principal característica distintiva de una secta era su cristología; y, en estos casos, era común que la secta fuera conocida por el nombre dado a su cristología. En el Concilio de Nicea y en el Primer Concilio de Constantinopla (381), se estableció la doctrina oficial de la Iglesia católica, que abarcaba todo el territorio del Imperio romano (desde España hasta Siria). Esta instituyó que Cristo es eterno, una encarnación divina consustancial con Dios Padre, una sola persona pero con dos naturalezas: completamente divina y completamente humana. Hasta el siglo VII sucesivos concilios condenaron doctrinas que diferían de la del Credo niceno en materias cristológicas.

Los concilios griegos fueron los siguientes:
  • Nicea I (325) fue convocado por Constantino I y presidido por el obispo Osio de Córdoba. Formuló el Credo Niceno, definiendo la divinidad del Hijo de Dios.
  • Constantinopla I (381) fue convocado por Teodosio I y presidido sucesivamente cuatro patriarcas. Formuló la segunda parte conocida como Credo Niceno Constantinopolitano, definiendo la divinidad del Espíritu Santo. Se condenó el macedonismo.
  • Efeso (431) fue convocado por Teodosio II y presidido por Cirilo de Alejandría, definiendo que Jesús es una persona y no dos personas distintas. Se condenó el nestorianismo.
  • Calcedonia (451) fue convocado por Marciano y presidido por Anatolio de Constantinopla. Proclamó a Jesucristo como totalmente divino y totalmente humano, dos naturalezas en una persona. 
  • Constantinopla II (680) fue convocado por Justiniano I y presidido por Eutiquio de Constantinopla. Confirmó las doctrinas de la Santa Trinidad y la persona de Jesucristo. Se condenaron los errores de Orígenes, varios escritos de Teodoreto, de obispo Teodoro de Mopsuestia y del obispo Ibas de Edesa.
  • Constantinopla III (680-681) fue convocado por Constantino IV y presidido por él en persona. Definió dos voluntades en Cristo: divina y humana, como dos principios operativos. Se condenó el monotelismo.
  • Nicea II (787) fue convocado por Irene, regente de Constantino VI, y presidido por Tarasio de Constantinopla. Afirmó el uso de íconos como genuina expresión de la fe cristiana, regulándose la veneración de las imágenes sagradas.
  • Constantinopla IV (869 a 870) fue convocado por Basilio I. Fue depuesto Focio y rehabilitado Ignacio. No fue reconocido por la Iglesia ortodoxa en la que Focio era un santo teólogo.

Las controversias de la Iglesia, que habían existido entre los cristianos desde mediados del siglo II, eran ahora aventadas en público, y frecuentemente de forma violenta. Constantino, que nada sabía de teología, consideraba que era su deber como emperador, designado por Dios para ello, calmar los desórdenes religiosos, y por ello convocó el Primer Concilio de Nicea para terminar con algunos de los problemas doctrinales que infestaban la nueva Iglesia. Su principal preocupación era la unidad del Imperio, la cual se podría ver resquebrajada debido a estas divergencias en esta Iglesia que había sido llamada por Constantino para unificar el Imperio.

Constantino inauguró el concilio vestido imponentemente, dio un discurso inicial ataviado con telas y accesorios de oro, para demostrar justamente el poderío del Imperio por un lado, y el apoyo e interés al concilio desde el Estado por el otro, lo que debió haber contrastado con las austeras vestimentas de los prelados. El Estado proveyó de comida y alojamiento, e incluso de transporte, a los clérigos que convergieron a Nicea para el concilio, que fue el primer Concilio Ecuménico (universal), con la participación de 318 obispos (la mayoría de habla griega). La importancia de este concilio residió en la formulación del Credo Niceno, redactado en griego, no en latín, y que esencialmente permanece inalterado en su mensaje 1700 años después, y en establecer la idea de la relación Estado-Iglesia que permitiría la expansión del cristianismo con una vitalidad inédita. Sin embargo, Constantino debió haber quedado muy desilusionado, pues las disputas teológicas no solo no habían terminado, sino que habían cobrado un renovado y vigoroso impulso.

Cristología

Las disputas cristológicas fueron una serie de polémicas sobre la naturaleza de Jesús/Cristo mantenidas en el seno de la Iglesia durante los primeros siglos de su historia. Entre Nicea I y Constantinopla III los diferentes puntos de vista cristológicos de los grupos de la comunidad cristiana llevaron a acusaciones de herejía, y, en algunos casos, a la posterior persecución religiosa. Formalmente, la cristología es la parte de la teología cristiana que dedica su estudio al papel que desempeña Jesús de Nazaret desde los puntos de vista tanto humanos como divinos, bajo el título de Cristo o Mesías. Para esta rama los detalles menores de su vida no fueron relevantes, y sí lo fueron las naturalezas humana y divina de Cristo, la interrelación e interacción entre estas dos naturalezas, la Encarnación, la Redención y los eventos más importantes de su vida: su nacimiento, su muerte y su resurrección. La cristología entonces también abarcó cuestiones concernientes a la naturaleza de Dios como la Trinidad, el Unitarianismo. La creencia fundamental cristiana era (y es) que a través de la muerte y resurrección de Jesús como Hijo de Dios, el pecado original de los seres humanos son perdonados, la humanidad se reconcilia con Dios y con ello se les ofrece la salvación y la promesa de vida eterna.

Las polémicas entre ortodoxos y herejes acerca de la naturaleza de Jesús de Nazaret giraban en torno a conceptos de la filosofía griega, en particular platónica, y también de origen hebraico, como espíritu, materia, alma, cuerpo, divino, humano, bien, mal, encarnación, resurrección, Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo, substancia, logos, consubstancialidad, hipóstasis, persona, criatura, creación, preexistencia, eternidad, etc. Existía la pretensión generalizada de poder comprender la misteriosa e inalcanzable realidad con la pura razón, y la excesiva confianza de poder conocer o rememorar el mundo de las Ideas de Platón. Las controversias no estuvieron relacionadas con la defensa de la ortodoxia contra la herejía, sino que estuvo más bien relacionada con la búsqueda de la ortodoxia a través del método de ensayo y error. En estas controversias todos los participantes cambiaron sus posturas en un momento u otro.

Las controversias trataron en el fondo de dar interpretaciones a pasajes de las Sagradas Escrituras hebraicas o judías a través de particulares premisas teológicas o filosóficas griegas. Por ejemplo, en la confrontación teológica entre Arrio y el obispo Alejandro, en 318, el primero adoptó una postura conservadora a tono con sus conocimientos de la escritura. En cambio, el segundo fue mucho más innovador al seguir los postulados de Orígenes basados en la filosofía griega. La controversia se dio como un choque entre las escrituras y la filosofía griega, o más bien, cómo explicar las escrituras de una primitiva y remota cultura de Palestina desde el elaborado y racional punto de vista de la filosofía griega. El arrianismo resultó finalmente derrotado, y como la historia la escriben los vencedores, Arrio quedó estigmatizado como el archi hereje que quiso sentar una nueva teología que la ortodoxia debió destruir.

Estas polémicas no eran banales. Lo que subyacía en algunos era la sincera fidelidad a la verdad de Jesús; otros tenían una mentalidad más abstracta y lógica, y otros estaban ciertamente más preocupados de aprovechar las nuevas oportunidades de poder, privilegio, dominio y engrandecimiento de la Iglesia que Constantino estaba ofreciendo a cambio de trabajar por la unidad del Imperio y su propia autoridad imperial. Para ello, debían conseguir la unidad de doctrina al interior de la Iglesia.

Los Padres de la Iglesia fueron tanto los estrategas como los soldados en las batallas por la uniformidad dogmática. Cuando más arreciaba la lucha, mayor fue la cantidad de Padres que fueron reconocidos. El siglo IV, que fue pródigo en conflictos teológicos, fue cuando existió el mayor número de Padres registrados, concentrado el 48% de los Padres que existieron entre el siglo II y el siglo VIII. En el siglo VIII el dogma ya había sido consolidado.

Las principales corrientes cristianas que intervinieron en las disputas cristológicas se pueden agrupar en tres categorías principales: el trinitarismo, el unitarismo, y la unicidad de Dios. El Trinitarisno es la posición doctrinal de la Iglesia católica. Cree que hay un Dios, que existe como una pluralidad de tres personas divinas y distintas, que comparten los mismos atributos y la misma naturaleza divina. En el trinitarismo, Jesucristo es considerado como la segunda persona de la Santísima Trinidad.

El Unitarismo cree que sólo hay un Dios que es indivisible, y niega la deidad de Jesucristo. En el unitarismo Jesús es considerado como un semidiós, o simplemente como una criatura. Dentro de los principales grupos unitarios encontramos el apolinarismo, arrianismo, marcionismo, monofisismo, monotelismo, nestorianismo, origenismo, priscilianismo y Patripasianismo.
  • El apolinarismo, creado por el teólogo Apolinar de Laodicea (Laodicea, c. 310 - Constantinopla, c. 390), afirmaba que en Cristo el espíritu estaba sustituido por el Logos divino, con lo que implícitamente negaba su naturaleza humana. Fue condenado en el Primer Concilio de Constantinopla, en el año 381.
  • El arrianismo, fundado por el presbítero de Alejandría Arrio (Libia, 256 – Constantinopla, 336), fue diametralmente opuesto al apolinarismo al negar la consustancialidad (homoousia) del Hijo (Cristo) con el Padre (Dios), ya que Cristo es una criatura creada como todas las demás. Esta doctrina fue derrotada en el Concilio de Nicea (325) y Arrio fue relegado a Iliria, de donde fue formalmente llamado a instancias de Constantino que buscaba una reconciliación entre ambas partes. Años después la herejía fue favorecida por el emperador Constancio II (337-361) y también fue adoptada oficialmente por el reino visigodo en España hasta su rechazo por el rey Recaredo, en 589, cuando se convirtió a la fe católica. Esta doctrina fue rechazada finalmente por Teodosio I (379-395).
  • El marcionismo, predicado por Marción de Sínope (Ponto, c. 85 – Roma, c. 160), afirmaba la existencia de dos espíritus supremos, uno bueno y otro malo, y consideraba al Dios del Antiguo Testamento un inferior de éstos, simple modelador de una materia preexistente, y que Jesús no se encarnó jamás, que su cuerpo fue sólo apariencia, por lo que negaba la encarnación del Verbo, así como la resurrección de los muertos, y concluye que ambas religiones son paralelas y que tienen por única conexión a la geografía.
  • El monofisismo, herejía iniciada por el monje griego Eutiques (Constantinopla, 378 – 454), afirmaba que en Cristo existe una sola naturaleza, la divina. Actualmente la Iglesia Copta de Egipto y las Ortodoxas de Siria (jacobitas), Armenia y Eritrea son monofisitas.
  • El monotelismo, herejía predicada por el patriarca Sergio I de Constantinopla (c. 565-638), admitía en Cristo dos naturalezas, la humana y la divina, y una única voluntad (intentado de ser una solución de compromiso entre la ortodoxia cristiana y el monofisismo); para la ortodoxia había dos, de lo contrario Jesús no hubiera sufrido tanto en la cruz como humano. La herejía fue condenada en el Tercer concilio de Constantinopla, entre los años 680 y 681, en el que se estableció la doctrina católica de las dos voluntades.
  • El nestorianismo, herejía propuesta por Nestorio (Siria, c. 386 – Libia, c. 451), monje cristiano sirio y patriarca de Constantinopla,  afirmaba que en el Verbo (Jesucristo, tal como está descrito en el evangelio de Juan 1:1) existían dos personas, la divina (Cristo, hijo de Dios) y la humana (Jesús, hijo de María), sosteniendo que Cristo era un hombre en el que había ido a habitar Dios, por lo que Cristo estaba radicalmente separado en dos naturalezas (difisismo). En la cruz, por lo tanto, sólo había muerto el humano, sin haber sufrido el dios. Fue condenada en el Concilio de Éfeso (431). Actualmente los cristianos asirios, en Irak, mantienen esta creencia.
  • El origenismo, difundido por el monje, escritor y místico del siglo IV Evagrio Póntico, afirmaba la eternidad y pre-existencia de las almas humanas. Una de esas almas habría sido la de Cristo, en quien se encarnó el Verbo de Dios, con el objetivo de conseguir la salvación de los hombres. Fue rechazada en el segundo concilio de Constantinopla (553).
  • El priscilanismo, predicado por el obispo hispano Prisciliano de Ávila (¿Gallaecia?, c. 340 – Treverorum, actual Tréveris, 385) y basado en los ideales de austeridad y pobreza, negaba el dogma de la Trinidad y la encarnación del Verbo, ya que atribuía a Jesús un cuerpo solo aparente. Fue condenado en el concilio de Braga, en el año 563. Prisciliano junto a otros compañeros fueron los primeros sentenciado a muerte acusados de herejía, ejecutados por el gobierno secular, en nombre de la Iglesia Católica.
  • El patripasianismo, también conocida como sebelianismo al ser su principal defensor el obispo Sabelio,.fue una doctrina cristiana moniarquista de los siglos II y III que negaba el dogma de la Trinidad al considerar la misma como tres manifestaciones de un ser divino único, sosteniendo que fue el mismísimo Dios Padre quien había venido a la Tierra y había sufrido en la cruz bajo la apariencia del Hijo. Esta doctrina fue considerada herética tras ser condenada en 261 por el Concilio de Alejandría.

Los antiguos creyentes de la Unicidad de Dios, fueron etiquetados por sus oponentes como modalistas, o sabelianitas.
  • El modalismo, también fue conocido como moniarquisno modalístico, enfatizaba que el Rey del universo es uno solo, y modalismo que Dios se ha manifestado al hombre de diversos modos. El monarquianismo modalístico identificaba a Jesucristo como Dios mismo (el Padre) manifestado en carne. El Modalismo, se oponía férreamente contra el dogma de la Trinidad. De acuerdo con la concepción trinitaria, Padre, Hijo y Espíritu Santo, son cada una de las tres personas de la trinidad. En cambio, los modalistas explicaban que de acuerdo con la Biblia estos términos nunca pretendían hacer distinciones de tres personas eternas dentro de la naturaleza de Dios, sino que simplemente se referían a modos (o manifestaciones) de Dios. En otras palabras, Dios es un ser individual y único, y los diversos términos usados para describirle (tales como Padre, Hijo, y Espíritu Santo) son designaciones aplicadas a las diferentes formas de su accionar o a las diferentes relaciones que El tiene para con el hombre.

Epílogo

Constantino pronto llegó a caer en cuenta que se había metido en un juego peligroso. Por demandar la ayuda de la Iglesia para consolidar el Imperio estaba arriesgando su poder absoluto. Personalmente, él no tenía duda alguna que su autoridad imperial provenía del mismo Dios, pero el juego que estaba haciendo la Iglesia por su parte era identificar a Cristo, su fundador, con Dios mismo, ya que en aquella época si hasta el emperador César Augusto había sido deificado. El título de pontifex maximus le podía ser arrebatado por algún sucesor de san Pedro, la piedra sobre la cual Cristo había edificado su Iglesia. Por ello Constantino prefirió estar de parte de Arrio. Él no fue bautizado hasta cerca de su muerte, en 337, eligiendo para ser bautizado al obispo arriano Eusebio de Nicomedia.


Agustín


Agustín de Hipona, san, (Tagaste, actual Souk-Ahras, Argelia, 354 – Hippo Regius, actual Annaba, Argelia, 430) tuvo una profunda influencia en la historia de la Iglesia latina. Agustín aceptó absolutamente la filosofía griega y confió en ella. Su pensamiento cristiano estaba en línea con la especulación filosófica de su época. Leyó a los platónicos con ojos cristianos y a los cristianos con ojos platónicos; a todos los asimiló e interpretó a su propio modo. Subordinaba la razón y la filosofía a los intereses del cristianismo y a la autoridad de Cristo. Filosofaba continuamente y sobre todo, pero siempre al servicio de la sabiduría cristiana. Afirmaba que la fe necesita la razón para entender lo que creemos. Cuando filosofaba lo hacía inspirado por Platón. Suponía que entre el cristianismo y Platón había una continuidad y un acuerdo fundamental. Se presentaba a sí mismo como un Platón cristiano.

Agustín cursó sus estudios en Tagaste, Madaura y Cartago. En su Confesiones hace una severa crítica de sí cuando estudiante en Cartago. A los 17 años se procuró una concubina, y de ella tuvo el año siguiente un hijo. Su primera lectura de las Escrituras, cuando niño, a instancia de su madre, santa Mónica, le decepcionó y acentuó su desconfianza hacia una fe impuesta y no fundada en la razón. Más tarde, inspirado por el tratado Hortensius de Cicerón, se convirtió en un ardiente buscador de la verdad, que le llevó a pasar de una escuela filosófica a otra. Adicionalmente, estaba obsesionado por el problema del mal, que lo acompañaría toda su vida. Se preguntaba cómo Dios, que era toda bondad, permitía la existencia del mal en el mundo, lo que, a sus 19 años, fue determinante en su adhesión al maniqueísmo, que era una filosofía dualista persa influenciada por el gnosticismo. Esta doctrina afirmaba la existencia de dos principios, el bien y el mal, y ambos eran igualmente eternos y en eterno conflicto entre ellos. El alma es el principio de la luz y el cuerpo es el de la oscuridad. Esta explicación que liberaba su conducta de toda responsabilidad le aligeraba la culpa por su propio comportamiento moral que lo atormentaba. Nueve años más tarde, abandonó el maniqueísmo cuando el obispo maniqueo Fausto no le pudo dar respuestas racionales a sus preguntas, sino palabras poco documentadas más cerca de la magia que de la razón.

Decepcionado con los maniqueos, Agustín fue a Roma (383), abrió una escuela de elocuencia y decidió por el escepticismo. Simultáneamente, tuvo contactos con un círculo de neoplatónicos de la capital, uno de cuyos miembros le dio a leer las obras de Plotino y Porfirio, que determinaron su conversión intelectual. La lectura de los neoplatónicos, probablemente de Plotino, debilitó sus convicciones maniqueístas y modificó su concepción de la esencia divina y de la naturaleza del mal. A partir de la idea de que “Dios es luz, sustancia espiritual de la que todo depende y que no depende de nada”, comprendió que las cosas, estando necesariamente subordinadas a Dios, derivan todo su ser de Él, de manera que el mal sólo puede ser entendido como pérdida o ausencia de bien, y en ningún caso como sustancia. La unidad de una realidad jerárquica y gradual resolvía la dualidad maniquea y superaba su escepticismo y materialismo, pero no superaba su problema moral.

En 384, Agustín ganó la cátedra de Retórica de Milán y conoció al obispo Ambrosio y su gran elocuencia y calidez. Como catecúmeno del obispo, se convirtió al cristianismo, lo que le hizo cambiar de opinión acerca de la Iglesia, la fe, la exégesis y la imagen de Dios. La conversión religiosa sobrevino poco después (386), de un modo inopinado, haciéndose al mismo tiempo cristiano y monje, influido por un ideal de perfección, y decidió vivir en ascesis. Se consagró al estudio formal y metódico de las ideas del cristianismo. Renunció a su cátedra y se retiró cerca de Milán para dedicarse por completo al estudio y la meditación. Ya bautizado, regresó a África. Se retiró con unos compañeros para hacer vida monacal, y comenzó a planear una reforma de la vida cristiana. En 391, en viaje a Hipona, fue ordenado sacerdote. En 395 fue consagrado obispo.

Agustín combatió la herejía maniquea y participó en dos grandes conflictos religiosos, el uno contra los donatistas, secta que sostenía que eran inválidos los sacramentos administrados por eclesiásticos en pecado. El otro, contra Pelagio, un monje británico de la época que negaba la doctrina del pecado original. Durante este conflicto, que duró mucho tiempo, Agustín desarrolló sus doctrinas sobre el pecado original, la gracia divina, la soberanía divina y la predestinación. Participó en los concilios regionales, en los cuales se sancionó definitivamente el Canon bíblico. Los últimos años de su vida se vieron turbados por la guerra. Los vándalos sitiaron su ciudad y tres meses después (430) murió en pleno uso de facultades y de su actividad literaria.

Razón y fe y el problema del conocimiento

Antes de buscar la verdad que añoraba, Agustín, que había sido escéptico, estaba afligido por encontrar la certeza en el conocimiento. La escuela de los Académicos aseguraba que la certeza es imposible, ya que no se puede confiar en el conocimiento entregado por los sentidos. Ahora como platónico, Agustín pensaba que la certeza puede lograrse solo a través de la mente. Usaba como ejemplo de conocimiento necesario e inteligible, que nos trasciende, el hecho de las verdades matemáticas y éticas, que no provienen de impresiones sensibles contingentes ni tampoco a través de una mente individual. Escribía en Contra Académicos que “yo estoy absolutamente cierto que yo soy, y que yo conozco y amo esto”. Había resuelto el problema de la certeza del conocimiento en el subjetivismo. La verdad no se encuentra en el mundo externo, sino en el interior de uno mismo.

Resuelto para él el problema de la certeza, Agustín recurrió, en su perenne búsqueda de la verdad, a la razón y a la fe: la razón según la filosofía platónica de la iluminación y la fe según las Sagradas Escrituras. Manteniéndose en un plano idealista y lejano de la experiencia sensible, para él razón y fe no son más que medios que se exigen mutuamente para encontrar la verdad, no se excluyen, sino que se complementan. Ni creer es algo irracional, ni el conocimiento racional destruye la fe. Agustín decía, “cree para comprender y comprende para creer”, proponiendo que la fe se sitúe al comienzo y al final de la especulación racional, donde la fe es guía y pauta de la razón; por otro lado la razón dirige al hombre hacia la fe, eliminando las dudas y consolidando el conocimiento racional.

Puesto que Agustín, inspirado siempre en Platón, supone que en el hombre existe una sustancia material y otra espiritual, habría también dos tipos de conocimiento, el sensitivo y el intelectual. El conocimiento sensitivo informa de las cosas sensibles, incluido el propio cuerpo, y es necesario para la vida práctica. Además, este conocimiento del mundo sensible, temporal y cambiante, que sirve para resolver las necesidades prácticas de la vida es también común a los animales. Pero el hombre dispone además de la razón. Con ella puede alcanzar un conocimiento más elevado, que es el conocimiento inteligible, como los objetos matemáticos. También puede conocer las esencias, que es lo inmutable, necesario, universal y eterno, y que pertenecen al mundo inteligible, e incluso puede conocer a Dios.

Dios y el conocimiento

El conocimiento objetivo no depende del mundo sensible ni tampoco de la mente humana, sino que, pensó Agustín, está referido al mundo inteligible. La mente solo tiene que aceptar sus verdades y reconocer que poseen una validez absoluta, independiente del sujeto que las considera. La verdad es una y la misma para todas las personas, es inmutable y eterna; pero dado que nuestra razón es limitada, temporal y finita, es necesario el auxilio de algo que también sea eterno e inmutable, y aquello es Dios. Las ideas ejemplares y las verdades eternas están en Dios.

El punto de partida de Agustín para probar la existencia de Dios no solo las Sagradas Escrituras, sino Platón. El argumento principal parte de las Ideas eternas que se encuentran en el interior del alma de todos los hombres. Las Ideas son universales, inmutables y necesarias, como los primeros principios de la razón a las que nos tenemos que someter. Su fundamento no son las cosas físicas del mundo sensible, pues son realidades contingentes, cambiantes y mortales. Puesto que estas Ideas nos trascienden, debe existir algún ser que posea sus características y sea su fundamento, y este ser es Dios. Probar la existencia de verdades es lo mismo que probar la existencia de Dios, que es la verdad misma. Dado que es tan superior y distinto de las cosas finitas, no podemos conocerlo con total fidelidad, pero sí cabe una cierta comprensión de su ser. Agustín concebía a Dios como eterno, inmutable e idéntico a sí mismo, y por tanto el verdadero ser y opuesto a cualquiera que cambie y mute. Dios es el ser mismo porque no cambia. Además, para él Dios es trino y es el principio y fuente de todos los seres, la realidad plena, inmutable, infinita, única, simple, eterna y perfecta; es el Bien, la Verdad, la Belleza y el Ser.

También probar la existencia de verdades prueba, para Agustín, la existencia de nuestra alma inmaterial, pues si ésta contiene verdad inmortal, también es inmortal. El hombre tiene que conocer solo a Dios y su alma. A partir de ahí él conocerá toda la realidad. Aristóteles había buscado la verdad en el mundo sensible. Agustín la busca en la interioridad. Lo anterior no significa que los seres humanos seamos puramente espirituales. Nuestras almas espirituales están unidas a cuerpos materiales. La relación entre el alma y el cuerpo definen el conocimiento sensible. Cuando el cuerpo es afectado por la acción de otros cuerpos, el alma dirige su atención a dicha perturbación. Agustín definió la sensación como el acto espiritual de poner atención a lo que ocurre en el cuerpo.

Para Agustín la acción iluminadora de Dios para conocer el mundo inteligible no es un auxilio sobrenatural, sino algo estrictamente racional. La luz natural de la razón procede de Dios y permite al alma (intelecto) contemplar las verdades eternas, universales y necesarias. Agustín no aceptaba la doctrina aristotélica de la abstracción. Los neoplatónicos habían dicho que lo Uno irradia luz sobre toda la realidad, lo que resultaba compatible con la concepción evangélica que identifica a Cristo con la luz del mundo. Agustín formuló la teoría de la iluminación: Dios, que es la razón eterna, es la luz espiritual que ilumina la mente humana. Solo la iluminación divina puede explicar que nosotros, seres contingentes y cambiantes, podamos llegar a verdades necesarias y universales. La verdad que el hombre debe buscar en su vida no está en el mundo material, sino en un mundo de Ideas que reside en la mente divina, tesis que representa una cristianización de Platón. No obstante, no podemos alcanzar estas Ideas sin la luz de Dios. La iluminación es un nuevo modo de entender lo que Platón explicaba por medio de la preexistencia de las almas y la doctrina de la reminiscencia. No es necesario que el alma haya contemplado las verdades eternas en una vida anterior, lo que es necesario es que Dios eterno y inmutable abra nuestra mente para acceder a ellas. Y esta iluminación no es una visión o experiencia directa de la divinidad, sino la capacidad natural que Dios nos ha dado.

El problema del hombre

Para Agustín, de todas las sustancias finitas las más perfectas son los ángeles. Después viene el hombre, compuesto de alma y cuerpo. Su concepción del hombre se incluye en la tradición platónica al defender un claro dualismo antropológico: el hombre consta de dos substancias distintas, cada una de ellas completa e independiente, el alma y el cuerpo, siendo la primera superior en dignidad y ser al segundo. El alma es el guardián del cuerpo y cuida de éste. Por su parte, el cuerpo, aunque no malo en sí, pesa fuertemente sobre el alma. Como Plotino pero a diferencia de Platón, Agustín veía al alma prisionera del cuerpo como consecuencia de un castigo. El alma humana, como la de los animales, anima al cuerpo, está unida a él por una inclinación natural y está presente en cada parte del cuerpo. El alma vivifica el cuerpo, y produce la vida vegetativa, la sensitiva y la intelectiva. Sería inadecuado hablar de unión sustancial o de unión accidental al estilo helenístico. Más propio parece hablar de unión personal. A Agustín le parecía más fácil de explicar la unión hipostática que la unión de un cuerpo con un espíritu, siendo ambos elementos tan heterogéneos, disociables y separables.

El alma humana es una substancia espiritual, inmaterial, simple, lo que asegura su inmortalidad, de la que Agustín ofrece varios argumentos. Por su perfección, el destino más propio del alma es Dios. El alma humana no es una parte de Dios, pero sí su imagen, y con sus tres facultades principales, memoria, inteligencia y voluntad, que para S. Agustín se corresponden con la Trinidad de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios se refleja de alguna manera en todos los seres, pero de forma especial su imagen está en nuestra alma, en lo más profundo de nuestro ser, por lo que el hombre puede elevarse al conocimiento y cercanía de Dios descubriendo y contemplando dicha huella divina.

Para Agustín está muy claro que el alma ha sido creada por Dios, pero no el tiempo y modo de dicha creación. Rechaza la tesis platónica de la preexistencia del alma, pero duda entre el traducianismo (transmisión del alma de padres a hijos a partir de Adán, y que mejor explica el dogma del pecado original) y el creacionismo (el alma creada en cada caso desde la nada). Durante toda su vida vaciló sobre las teorías del origen del alma. Al fin estaba dispuesto a aceptar la teoría creacionista, si alguien le resolvía la dificultad de la transmisión del pecado original.

El problema del pecado original y Pelagio

El pensamiento teológico de Agustín parte del reconocimiento que él hace, en 389, del pecado original como hecho histórico radical. Quería superar la paradoja de la relación entre la fe y la razón. Aceptando que la fe es la vía universal de la salvación, suponía que debe ser racional si la credulidad viciosa, producto del pecado, debe ser vencida. La sabiduría de este mundo resulta precaria; en cambio, la fe se constituye en régimen permanente del hombre caído. La fe cristiana ha de ser divina, y para eso tiene que apoyarse en el milagro. Cristo conquistó la “autoridad” divina con sus milagros, ofreciendo a la fe un camino racional. Pero para creer en Cristo su mediación reclama la nueva mediación de la Iglesia en la que apoyarnos. Y la incorporación a la Iglesia va ligada a la recepción del Bautismo.

Agustín tuvo un decidido contrincante: Pelagio (Islas Británicas, 354 – Palestina, 420) fue un ascético monje britano. Sufrió una dura persecución por parte de la Iglesia de Roma tras fundar una nueva corriente del cristianismo, considerada herética, que negaba el dogma del Pecado Original. Antes de esto había gozado de cierta popularidad entre la curia romana y del propio Agustín. Estudió teología y hablaba griego y latín con fluidez, pero a pesar de que sirvió como monje durante años, nunca llegó a ser realmente un clérigo. Comenzó a ser conocido en torno al año 400, cuando viajó a Roma. Sus obras se han perdido, sobreviviendo escasos fragmentos citados precisamente por sus oponentes.

Entre las mayores influencias de Pelagio está la cultura celta que impregnó con fuerza su formación personal. Ésta otorgaba una mayor responsabilidad personal sobre las acciones individuales. Por el contrario, los griegos y los latinos daban gran importancia al castigo de las culpas. Adicionalmente, el paganismo céltico defendía la existencia de una habilidad humana para el triunfo, incluso sobre lo sobrenatural, idea tan opuesta al pesimismo de Agustín referido al ser humano, pero que Pelagio debió haber aplicado a su concepción del pecado.

Tal como la imposición de la doctrina de la trinidad y la divinidad de Jesús en el concilio de Nicea, la polémica entre Agustín y Pelagio, en la que se impuso el primero por su ascendiente académico y político, alcanzó una importancia decisiva para la posterior historia de la Iglesia cristiana. Determinantes fueron las posiciones doctrinales de ambos contendientes. Mientras Agustín establecía que por el castigo divino a consecuencias del Pecado Original que incluía la calidad de perversión humana que impedía actos salvíficos que requerían la gracia sacramental, acentuando la doctrina de Pablo, Pelagio fue un creyente de la capacidad humana para ser justo y bondadoso, que era justamente lo que predicaba Jesús para ser acogido en el reino de Dios. Vemos nuevamente en este hecho la enorme distancia que separa a Pablo de Jesús, tensión que se mantiene en la Iglesia entre liturgia y pastoral.

En Roma, Pelagio observó con preocupación el relajamiento de la moral cristiana en la sociedad, culpando de éste a la teología de la gracia divina que predicaban Agustín y otros monjes. Se dice que en torno al año 405 oyó una cita de las Confesiones de Agustín que decía “Dame lo que tú ordenes y ordena lo que tú hagas”. Pelagio mostró su preocupación ante la idea que esta nota encerraba, ya que la consideraba contraria a los postulados tradicionales del cristianismo sobre la gracia y el libre albedrío y sostenía que reducía al hombre al papel de mero autómata. En 410, Pelagio huyó de Roma asediada por los bárbaros y se instaló en Cartago.

La rápida difusión del pelagianismo en torno a Cartago, zona donde Agustín tenía su principal base, hizo que éste y sus seguidores fueran quienes atacaran de forma más pronta y dura las doctrinas de Pelagio. Entre 412 y 415, Agustín escribió cuatro obras dedicadas únicamente a discutir el Pelagianismo. Debido a la oposición surgida en África, Pelagio abandonó Cartago y se instaló en Palestina, donde también encontró oposición en la figura de san Jerónimo de Estridón y sobre todo en la de Orosio, un discípulo hispanorromano de Agustín. El hecho de que Pelagio no fuera juzgado como hereje después de algunos sínodos acusatorios contra él sorprendió enormemente a Agustín, que convocó un sínodo en Cartago, en 418. Allí expuso nueve creencias que eran negadas por Pelagio:
La muerte es producto del pecado, no de la naturaleza humana.
Los niños deben ser bautizados para estar limpios del pecado original.
La “gracia justificante” cubre los pecados ya cometidos y ayuda a prevenir los futuros.
La gracia de Cristo proporciona la fuerza de voluntad para llevar a la práctica los mandamientos divinos.
No existen buenas obras al margen de la Gracia de Dios.
La confesión de los pecados se hace porque son ciertos, no por humildad.
Los santos piden perdón por sus propios pecados.
Los santos también se confiesan pecadores porque realmente lo son.
Los niños que mueren sin recibir el bautismo son excluidos tanto del reino de Dios como de la vida eterna.
En la actualidad, la Iglesia católica sigue defendiendo los ocho primeros puntos, pero rechaza el noveno al considerar que los niños que mueren sin ser bautizados “quedan confiados a la misericordia de Dios”.

Pelagio escribió dos obras, perdidas hace tiempo, en las que volvía a defender su concepción de la naturaleza del pecado y arremetía una vez más contra Agustín, acusándole de estar bajo la influencia del maniqueísmo al elevar el mal al mismo nivel que Dios, y de contaminar la doctrina cristiana con un fatalismo de origen pagano. Pelagio discutió la idea de que los humanos pudiesen ser condenados al infierno por hacer algo que en realidad no podían evitar, el pecado, y la identificó con ideas típicas del maniqueísmo como el fatalismo y la predestinación, totalmente ajenas al concepto de libre albedrío de la humanidad. Defendió que la humanidad es capaz de evitar el pecado, y que la elección de obedecer las órdenes de Dios es responsabilidad de cada persona. Lo que escribió Pelagio en su libro Pro libero arbitrio no nos puede parecer más sensato: “Toda bondad, toda maldad, que nos hacen dignos de alabanza o merecedores de reprobación, son hechos por nosotros, no nacidas con nosotros. No nacemos en todo nuestro desarrollo, sino con la potencia de hacer el bien o el mal; nacemos tan limpios de virtud como de vicio y, antes del ejercicio de nuestro albedrío, no hay nada en el hombre sino lo que Dios ha puesto en él”. Si prescindimos de la leyenda acerca de la caída de la primera pareja de seres humanos y de las consecuencias de este pecado original, es difícil no estar de acuerdo con el denigrado monje que osó decir lo que pensaba en un medio tan intolerante. Pero el poder establecido apoyaba naturalmente al poderoso san Agustín.

La gracia

Agustín creía que una vez cometido el pecado original histórico, la humanidad se había desdoblado en dos posturas muy diferentes: el pecado y la gracia; el infierno y el cielo. El “Paraíso” es el estado ideal del hombre, tal como Dios lo planeó y realizó. Pero ¿cómo se entiende psicológicamente el primer pecado dada esa perfección de los primeros padres? Para explicarlo, recurre a la seducción satánica por la cual el pecado fue total y sin atenuantes, ya que Adán se desprendió de Dios. Y puesto que Adán era el “Patriarca”, quedó roto el pacto original. La situación histórica del hombre, consecutiva al pecado, fue de pérdida de la justicia y la moralidad originales, y aparecieron las debilidades naturales: división, ignorancia, concupiscencia, mortalidad, posibilidad, etc. Perdida la unidad original, se perdió también la visión de Dios y con eso se perdió la libertad del amor, ya que la concupiscencia es una inclinación al mal. No se perdió, en cambio, el libre albedrío, si bien quedó amenazado por la situación. El hombre caído en lo sensible, lo carnal, no puede unirse directamente con Dios.

Agustín supone, como Pablo, varios periodos en la historia de la salvación. El primer periodo es la alianza natural, ya que el hombre, a pesar del pecado conservó las reliquias de la imagen de Dios. El segundo periodo es la Ley. El tercer periodo se inaugura con Cristo redentor. En la controversia pelagiana Agustín desarrolló la teología de la redención, la justificación y la gracia auxiliar, así como la de la muerte, la concupiscencia, el bautismo de los niños, la solidaridad humana (con Adán y con Cristo). Agustín sigue a Pablo afirmando que Cristo se encarnó para redimir a los hombres del pecado. La redención es necesaria pues nadie puede salvarse sin Cristo, pues Él es el único mediador en cuanto redentor. La clave para comprender su doctrina es la Cruz de Cristo, cuyo significado y eficacia defendió con energía. La redención es necesaria, objetiva y universal. La redención es objetiva, porque no consiste sólo en el ejemplo, sino que la reconciliación con Dios; también ella es universal, ya que Cristo murió por todos los hombres. Todos los hombres tienen necesidad de ser justificados en Cristo. La justificación lleva consigo la remisión de los pecados y la renovación interior que comienza aquí en la tierra y llega a su perfección después de la resurrección. Porque Cristo ha reconciliado a todos los hombres con Dios, Él es tanto el sacerdote como el sacrificio.

Para llegar a la justificación y perseverar en ella se necesita la gracia divina que consiste en la inspiración de la caridad, del Espíritu Santo, para que hagamos con amor lo que conocemos que hay que hacer. Agustín defendió la necesidad, la eficacia y la gratuidad de la gracia. Sobre el misterio de la predestinación que sintió muy profundamente, puso de relieve la gratuidad de la salvación. Tanto el comienzo de la fe como la perseverancia final son dones de Dios. Así, el tema esencial es la gracia, que unifica, ilumina, supera la concupiscencia y de este modo reestablece la libertad en el corazón. Así se recupera la “imagen sobrenatural” y por ella se restaura la imagen natural oscurecida y deteriorada. Sin embargo, ya no hay posibilidad de volver al Paraíso. Por eso no se recobran ciertos privilegios, y la vida del cristiano es drama, lucha, libertad generosa, sacrificio humano, gloria del mundo.

Agustín se centra en la relación del alma con Dios. El alma se hallaba perdida por el pecado y era salvada por la gracia divina. En esta relación el mundo exterior no cumple otra función que la de mediador entre ambas partes. Esta relación tiene un carácter esencialmente espiritualista, que contrasta con la tendencia cosmológica de la filosofía griega. Su visión pesimista del hombre contribuyó a reforzar el papel que, a sus ojos, desempeña la gracia divina en la salvación del alma, por encima del que tiene la libertad humana. Si bien el encuentro del alma con Dios se produce en el amor, en la línea del idealismo platónico Dios es concebido como verdad.

El hombre puede ser salvado por las mediaciones. Éste es el concepto de sacramento. Agustín elabora toda la teología de los sacramentos como signos instituidos por Jesucristo para dar la gracia, y defiende su eficacia “ex opere operato”. Influido por el platonismo, todo lo sensible puede convertirse en imagen o símbolo con referencia a una realidad invisible, que en el Nuevo Testamento es siempre la gracia divina. Así tenemos un elemento sensible, un elemento invisible y una relación entre ambos, de modo que el sensible sea fuente o vehículo del invisible. Los sacramentos, como ritos instituidos supuestamente por Cristo, son fuente de la gracia, la que se constituye en un vehículo de la vida sobrenatural. Tales sacramentos se integran en la dialéctica del Cuerpo Místico entre ministro y sujeto. El rito recibe sentido de esta integración. Podemos suponer que la idea de sacramento habría surgido indirectamente de los ritos de pasaje que todos los pueblos han antropológicamente celebrado para integrar al individuo con la tribu en todos los momentos cruciales de su vida.

La Ciudad de Dios, que Agustín escribió entre 410 y 430, no trata de una ciudad puramente secular, sino que es la ciudad planeada por Dios para la salvación de las almas, y se encuentra más allá del mundo corrompible y efímero. Aunque la salvación es individual, se realiza dentro de una religión eclesial, donde el cristiano forma parte del cuerpo místico de Cristo. La Iglesia, que es el lugar de transmisión de la gracia, es la concreción de la ciudad de Dios y el único camino de salvación.

Conclusión

San Agustín de Hipona, tras una mala traducción de un confuso pasaje en la Epístola a los Romanos de Pablo, “por un hombre entró el pecado en el mundo...,” introdujo la idea del Pecado Original y de la caída de la humanidad por la primera pareja mítica de seres humanos, y de la necesidad de la redención de Cristo en la cruz. Una caída original, que abarca el universo, requería una redención universal y absoluta, y nada mejor para ello que el sacrificio del mismo Hijo de Dios en la cruz. La triste, pecaminosa y negativa visión del universo salida de la mente de Agustín se encarnó profundamente en las enseñanzas de la Iglesia romana. El sacramento del bautismo pasó a ser el sacramento indispensable para limpiar la mancha del Pecado Original. La penitencia se constituyó en el sacramento que borraba los pecados personales. El clero adquirió la potestad divina para impartir estos sacramentos y se constituyó así en un poder político y social que competía con el poder del Estado al decidir a quien administrarlos, determinando su futuro transcendente de salvación o condenación.

El mismo imperio que el Mesías debía destruir, el cristianis­mo lo transformó en la base del grandioso esquema de la Cristian­dad. Sin duda, la transformación de un cristianismo de mártires –que se hacían crucificar, quemar y comer por leones hambrientos por no renegar de su adhesión a su Dios– en un cristianismo imperial que dictaba la política de todo el mundo conocido debió haber constituido una profunda y trascendental revolución religiosa. Un siglo antes la cena del pan y el vino se había transformado en sacrificio divino y habían aparecido los sacerdotes que la oficiaban. Con Agustín los sacramentos cobraron fuerza, y fueron administrados por los sacerdotes como medios necesarios de llevar la gracia divina a los fieles. El arma política de la excomunión, castigo eclesiástico que impide la recepción de los sacramentos, permitió a la Iglesia dominar al poder político en la Alta Edad Media. El papado emergió como la suprema autoridad de la Iglesia y con pretensiones de constituirse en la suprema autoridad de la humanidad. Se multiplicaron los templos sagrados para que los cristianos glorificaran a la Trinidad, la autoridad eclesiástica enseñara la verdad revelada y todos comulgaran comiendo efectivamente el cuerpo y bebiendo la sangre de Cristo Redentor en las formas transubstancionadas de pan y vino. Bajo la ideología agustina el cristianismo fue consolidando, en la tradición del Imperio romano, una ciudad de Dios en lugar de un reino de Dios, y se fue transformando en una gran estructura de poder que fue some­tiendo las diversas comunidades y las fue absorbiendo dentro de un imponente sistema de salvación llamado Cristiandad.


La Iglesia cristiana como único camino de salvación


La historia de la Iglesia y los fieles cristianos se ha debatido entre dos polos: adherir al hijo de Dios o adorar a Dios el Hijo; seguir a Jesús el maestro o militar bajo Cristo el Redentor; entregar misericordia y compasión o ejercer imperio y dominio; sacrificarse personalmente al prójimo u oficiar el sacrificio de Dios; amar al prójimo o enjuiciarlo; ejercer la libertad personal o someterse al dictamen eclesiástico; actuar por piedad personal o regirse por liturgia colectiva; aceptar el Sermón de la Montaña o acatar el dogma eclesiástico. Estos polos han sido marcados por las ideas de salvación y pecado; de perdón y juicio; de humildad y potestad. El primer polo corresponde a la enseñanza de Jesús que conocemos a través de los evangelios; el segundo, a la elaboración teológica de esta enseñanza, a partir de Pablo, según parámetros de dominio de cúpulas y antiguas tradiciones míticas difíciles de olvidar.

A pesar de que el mensaje de Jesús estaba dirigido a cada persona en particular y era muy simple, pudiendo llegar hasta la persona más humilde, la Iglesia pronto se apropió de la función exclusiva de proclamarlo, pero sólo como parte de un fantástico conjunto mitológico, normativo y ético. La función apostólica, que consiste en predicar la buena nueva acerca de la invitación a participar del reino de Dios, pudo ser posteriormente desempeñada únicamente por quien era consagrado para ello por la autoridad eclesiástica. Con ello no sólo se aseguró la ortodoxia del mensa­je, sino que se impuso su dogmaticidad y se instituyó la autori­dad para transmitirlo. Con el tiempo, se prohibió hasta la lectura de los evangelios, la única fuente que contiene el mensaje de Jesús.

El Concilio de Cartago, en 408, se desarrolló bajo la poderosa influencia de san Agustín, y se puede decir que inicia la nueva era teológica en la historia del cristianismo que caracterizó a la Edad Media. Esta teología, que incluso es muy fuerte en nuestros días en los sectores conservadores, sintetiza ideas maniqueas, neoplatónicas y veterotestamentarias. El ser humano se salva por su fe en Dios. Pero ésta, no surge por su actividad intelectual, como era enseñado por los gnósticos, sino que es un don divino. Nacido en el pecado de Adán y Eva, el ser humano no tiene potestad salvífica alguna. Depende de la gracia divina.

De esta manera, la Iglesia se constituyó a sí misma en el instrumento necesario de salvación, implementando la vía sacra­mental, cuya institución fue atribuida directamente a Jesús, ahora devenido en Cristo-Dios, en reemplazo de todos los ritos antropológicos de pasaje. Ella requirió de la noción de sacrifi­cio, del personal consagrado para que oficie de intermediador y de la erección de templos de sacrificio en lugar de los iniciales recintos para las asambleas de los fieles. A pesar de que la fe es un don gratuito, la Iglesia se apropió de la función de repartirlo a su discreción mediante los sacramentos. El papa, pontífice máximo y vicario de Cristo en la tierra, adquirió el poder para atar y desatar a voluntad lo que le pareciera. Incluso, en la puerta del reino de Dios en los Cielos se ubicó al apóstol Pedro, el primer pontífice, con la llave para abrirla, en circunstancias que Jesús, no con su muerte en la cruz, sino que con su Evangelio, la había dejado abierta para todos. De este modo, no sólo el alto clero se hizo poderoso, sino que la Iglesia pasó a consti­tuirse en el principal poder social, político, económico y cultural de Occidente. El Greco supo sintetizar este orden en su magistral pintura “La muerte del conde de Orgaz.”

Así, el rito principal de la Iglesia, la Eucaristía, que en su origen fue una comida ritual judía y en torno a la cual se reunían posteriormente los primeros cristianos para conmemorar a Jesús resucitado y su mensaje vivo, se trans­formó, alrededor del siglo IV, en la repetición del sacrificio a Dios del cuerpo de Cristo, ahora como cuerpo místico constituido por los fieles. Esta ancestral expiación de los seres humanos hacia los dioses justicieros, que exigen sacrificios, se consti­tuyó en lo central del rito.

Los sucesores de los apóstoles se transformaron al cabo del tiempo en obispos y sacerdotes, es decir, los predicadores del evangelio se convirtieron en los oficiantes del sacrificio, y la tradición profética de Israel fue sustituida por la filosofía griega. La comunidad de fieles se dividió entre clérigos y laicos; estos últimos fueron degradados a pasivas ovejas, desprovistas de libertad y dependientes de un pastor, o cristianos de segunda catego­ría, y el jefe de la Iglesia, asistido por el Espíritu Santo, se constituyó en el principal supervisor del magisterio y la moral, hasta llegar a concentrar el poder absoluto con relación no sólo a la autoridad suprema que gobierna, legisla y juzga, sino que también con relación al dogma, la moral, la ley y las costumbres.

El impacto cultural del cristianismo y de la Iglesia ha sido decisivo en la historia y ha moldeado la cultura occidental. Por una parte, la Iglesia ha sido un instrumento muy eficiente de la propagación del evangelio y referente de muchos venerables seres humanos que han vivido llenos de santidad, humildad, piedad y amor fraternal. Por la otra, su hipertrofiado cuerpo doctrinal, ritual y ético, muchas veces más que ayudar a los fieles a seguir el camino de amor y fe, lo oculta entre vetustos e intrincados dogmas, ritos y cánones, dando a entender que quien adhiere plenamente a éstos es un fiel cristiano, merecedor de la salvación eterna, lo cual es justamen­te lo contrario de las enseñanzas de Jesús.

Muchas veces, quien busca entender el verdadero mensaje de Jesús debe realizar un gran esfuerzo, filtrándolo, para poder llegar a su esencia, y todo esto mientras se sufre gran temor por estar virtualmente traicionando la autoridad y la tradición. En cambio, en su evangelio Juan hace decir a Jesús que él es el camino, la verdad y la vida, lo cual resume el objetivo de la Iglesia para un fiel que busca seguridad y protección. La Iglesia le dice cómo vivir y le indica cuál es el propósito de la vida, y el fiel se entrega a ella a cambio de su libertad, que, por otra parte, es justamente su facultad que le posibilita la salvación eterna.

La fuerte connotación cultural que rodea a la Iglesia impide que el mensaje evangélico pueda ser predicado a pueblos de otras culturas. Lo que es peor, todo el aparato con el cual el mensa­je ha sido revestido por la tradición ha llegado a ser críptico para la mentalidad científica moderna, la que se destaca por su criticismo, racionalismo y su revaloración del mundo. También, desde el descubrimiento de nuevos continentes habitados por numerosos pueblos paganos, en el siglo XV, y, ahora, con la crecien­te secularización de los tradicionales pueblos cristianos, la teología de la historia aceptada, por la cual la Iglesia se justifica en cuanto el mensaje de Jesús es transmitido a un progresivo número de seres humanos, ya no es sustentable. Los misioneros católicos en el Nuevo Mundo, en vez de proclamar el mensaje de Jesús que imponía la idea de un Dios creador y salva­dor, radicalmente distinto de la naturaleza, se limitaron a trastocar los dioses paganos por los santos cristianos, quienes eran meros sustitutos de los dioses de las mitologías europeas antiguas. Los actuales indígenas siguen sumi­dos en el paganismo, pero rindiendo alabanzas a los distintos santos cristianos.

Una distinción relacionada con lo religioso y la religión es la que se puede hacer entre “Iglesia”, con ‘I’ mayúscula e “iglesia” simplemente. La Iglesia es el cuerpo de creyentes en un Dios creador y salvador, y que desde nuestro universo puramente inmanente admite la realidad de una transcendencia. Ella establece dos tipos de realidades: la sobrenatural y la natural, siendo la realidad sobrenatural algo misterioso porque los seres humanos no poseemos las facultades cognoscitivas para conocerla. La relación entre estas dos realidades se mantiene abierta a toda inspiración e intuición y la Iglesia debiera acoge a todo creyente que con humildad acepte este misterio.

Ahora bien, con una autoridad que atribuye a Dios la iglesia con minúscula establece las normas, los ritos y los mitos de alguna forma concreta de entender la mencionada relación y no deja posibilidad para creer en otra cosa, so pena de ser anatematizado. Éste tipo de iglesia es lo que se llama propiamente secta. Hasta hace algún tiempo atrás, la iglesia católica intentó leal y legítimamente ser Iglesia. Al parecer, con el tiempo no quiso seguir sacrificando su patrimonio y su tradición, que alimentan fuertes grupos de poder clerical, ante el vertiginoso avance del conocimiento que comenzó a develar la ciencia, y se encerró en sí misma como cualquier secta. Probablemente, la poca fe de sus dirigentes cedió al temor de que su doctrina pudiera sucumbir ante la ciencia.

Recapitulando, la religión es la expresión colectiva de lo religioso. En una primera etapa se estructura como secta, donde los mitos, ritos, normas y dogmas adquieren un sentido restringi­do. Se constituye en religión establecida en una etapa más evolu­cionada, cuando incluye una pluralidad de culturas distintas. Sólo cuando lo religioso proviene del mensaje evangélico, se puede hablar de Iglesia. Pero para que la Iglesia no regresione a ser una simple religión establecida, con sus ritos, mitos, normas y dogmas firmemente establecidos, lo que supone intolerancia y represión, como ha sido y es la tendencia de la jerarquía católica en la actualidad, debe ser fiel al Evangelio y a la plena liber­tad de las personas para pensar y decidir por sí mismas y expre­sar su fe. Ahora vivimos en una época en que los laicos son más sabios que los clérigos, mientras éstos se han aferrado además a la forma­ción puramente escolástica, decretada por el Concilio de Trento, a mediados del siglo XVI, quedando en la actualidad completamente obsoleta.

En el Concilio Vati­cano II, en contra de la intención del papa Juan XIII de poner al día cientí­fico la anquilosada doctrina religiosa, venció la tendencia cle­rical, litúrgica y sacramental de salvación social propiciada por una jerarquía que veía amenazado su poder a causa de la excesiva tendencia “materialista” que había adquirido la cultura occiden­tal. En la actualidad, frente al revolucionario conocimiento del universo de la ciencia y al avance de la cultura científica en vastas poblaciones en todo el mundo, la Iglesia se ha retrotraído en sí misma como un caracol, encerrándose en su vetusto y enrarecido magisterio. Se ha tornado más dogmática, moralista, intolerante y autoritaria, llegando a establecerse como una secta cristiana más. Su pecado es que ha renunciado a proclamar el mensaje de Jesús al universo. El papa Benedicto XVI ha revitalizado lo central del agustinismo del luteranismo alemán: el énfasis de san Agustín en la debilidad de hombre caído, la necesidad de la gracia divina, una distancia de lo mundano y una desconfianza en la razón y la naturaleza humanas. Los seguidores de esta filosofía, que se remonta a Platón y a Mani, han secuestrado a la Iglesia.

La mecánica de la religión, en cuanto subestruc­tura cultural que persigue la subsistencia del grupo social, es contradictoria con el mensaje de Jesús, que ubica la salvación en el reino de los Cielos, por mucho que se sostenga que el reino de Dios ha llegado a encarnarse en nuestro mundo tras la venida de Cristo, como lo expresó san Agustín en la La ciudad de Dios. Los dos milenios de reverenciada tradición impiden renunciar a lo accesorio para liberar lo esencial. La historia del cristianismo ha sido, no obstante, una permanente tensión entre la religión y lo religioso. Ella se puede resumir en que mientras cada creyente procura rescatar el sustento religioso de la religión, cada grupo humano procura estructurar la religión en base de la experiencia religiosa. El hecho del mensaje de Jesús es que es la persona individual, y no la sociedad, quien está llamada a lo transcenden­te.

Jesús no vino a fundar una Iglesia. Su mensaje es universal. Aunque su auditorio fueron galileos del siglo primero, está dirigido a las personas de todos los tiempos y lugares. Una iglesia, en cambio, es una expresión y práctica religiosa particular que posee ritos, mitos y normas muy particulares. Desde el punto de vista de la sociología, convivimos en un mundo de culturas muy diversas, todas éstas surgidas por la necesidad de subsistencia y comunicación de los diversos grupos humanos. De esta manera, todas las distintas culturas merecen nuestro respeto. Mal hace una iglesia sostener que posee la verdad e intentar a continuación imponer su forma de existencia al resto de las gentes bajo el pretexto de una misión evangelizadora divina. El primer requisito de estos evangelizadores es comprender cuál es el mensaje de Jesús. A continuación entenderán que las gentes no necesitan adoptar costumbres que le son foráneas para recibir el evangelio de Jesús.



Notas:
Este ensayo, ubicado en http://unihum8f.blogspot.com/, corresponde al Capítulo 3, “El origen de la Iglesia cristiana”, del Libro VIII, La flecha de la vida (ref. http://unihum8.blogspot.com/).